64. (Mayo 2012) El joven Arquímedes, de Aldous Huxley
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Escrito por Marta Macho Stadler (Universidad del País Vasco)   
Martes 01 de Mayo de 2012

El joven Arquímedes es una colección de cuatro novelas cortas publicadas por Aldous Huxley entre 1922 y 19301. En esta reseña, me centraré precisamente en la primera de ellas, que da título a la antología.

La historia de El joven Arquímedes se desarrolla en Italia. Trata sobre Guido, el hijo de unos campesinos sin educación, cuyos vecinos –una familia acomodada y culta británica que ha alquilado una casa cercana a las tierras que cultivan los labradores– se percatan de su inclinación natural hacia la música. Comienzan a instruirle en este arte, pero pronto advierten que en realidad sus dotes para la música –a pesar de ser buenas– no son excepcionales, siendo Guido en realidad un genio en matemáticas.

La propietaria de las tierras –donde está situada la casa en la que viven los ingleses y los campos en los que la familia de Guido se gana la vida– presiona al padre de este joven Arquímedes para que le deje llevarse al niño a la ciudad durante una temporada, con la intención de adoptarlo en el futuro. Las consecuencias serán fatales.

—oOo—

A través de algunas citas tomadas del libro –fundamentalmente referidas a las capacidades de Guido2–, vamos a conocer la dramática historia de El joven Arquímedes.

Un matrimonio británico –y su hijo Robin– alquila una casa apartada en la montaña, cerca de un pueblecito italiano. El narrador de la historia es el padre de Robin, que presenta a Guido como el perfecto compañero de juegos de su hijo:

Pero teníamos otras razones, a los pocos días de habitarla, para gustar de la casa. De esas razones, era la más poderosa, que en el hijo menor del campesino descubrimos el compañero ideal de juegos de nuestro hijito.

Entre el pequeño Guido –tal era su nombre– y el menor de sus hermanos había una diferencia de seis o siete años. Los dos mayores trabajaban en el campo con su padre; después de la muerte de la madre, dos o tres años antes de conocerlos, la hermana mayor manejaba la casa, y la menor, que acababa justamente de dejar el colegio, la ayudaba y en las horas libres vigilaba a Guido, quien no necesitaba ya mucha vigilancia: contaba de seis a siete años, y era tan precoz, tan seguro y tan lleno de responsabilidad como lo son en general los hijos de los pobres, entregados a sí mismos desde que empiezan a andar. Aunque era dos años y medio mayor que el pequeño Robin –y en esa edad treinta meses están rellenos con la experiencia de la mitad de una vida– Guido no se aprovechaba indebidamente de la superioridad de su inteligencia y de su fuerza. No he visto nunca un niño más paciente, tolerante y menos tiránico.

Guido interrumpe en ocasiones sus juegos, sumiéndose en profundas meditaciones, lo que deja ya percibir su singular personalidad:

Éste era un niño reflexivo sujeto a súbitas abstracciones. Uno lo encontraba, a veces, solo en un rincón, la barbilla en la mano, el codo en la rodilla, sumergido, al parecer, en profunda meditación. Y a veces, aun en medio de sus juegos se detenía de pronto y se quedaba de pie con las manos detrás, el entrecejo fruncido y mirando al suelo.  [...]

Es el Guido abstraído en uno de esos trances en que solía caer, aun en plena risa y juegos, de manera absoluta e inesperada, como si de pronto se le hubiera metido en la cabeza irse y hubiera dejado el hermoso cuerpo silencioso abandonado, como una casa vacía, esperando su vuelta.

Para amenizar sus horas de silencio y soledad en la montaña, el matrimonio inglés decide llevar desde Inglaterra a la casa en Italia un gramófono y varios discos de música clásica. Guido queda impresionado al escuchar estas melodías, tan diferentes de las que había oído hasta entonces en las alegres fiestas familiares:

El primer disco que oyó, recuerdo, fue el del movimiento lento del Concierto de Bach en re menor para dos violines. Ése fue el primer disco que puse, apenas Carlos me dejó. Me parecía, en cierto modo, la pieza más musical con que refrescar mi espíritu tan sediento de música –la bebida más clara y más fresca. [...]

Guido se detuvo ante el gramófono, y se quedó inmóvil, escuchando. Sus ojos, de pálido azul grisáceo, se abrieron desmesurados, y, con un pequeño gesto nervioso que ya había notado antes, se tiró el labio inferior apretando el pulgar y el índice. Debió de haber hecho una profunda aspiración; porque noté que después de escuchar por algunos segundos espiró vivamente, y aspiró una nueva dosis de aire. Me miró un instante –mirada interrogadora, entusiasta, asombrada–, se rió con una risa que se volvió un estremecimiento nervioso, y se volvió hacia la fuente de esos maravillosos sonidos.

Guido se entusiasma con esa música que surge del gramófono, mostrando una enorme habilidad para repetir ritmos y captar –sin conocimientos musicales previos– matices y diferencias entre unas y otras:

Desde entonces vino todas las tardes. Pronto conoció toda mi colección de discos, tenía sus preferencias y sus antipatías y podía pedir lo que deseaba oír tarareando el tema principal. [...]

El narrador piensa que Guido es un genio de la música y decide alquilar un piano para poder empezar a enseñarle algunas nociones musicales.

Todas las tardes, mientras Robín dormía, venía a su concierto y a su lección; sus deditos adquirían fuerza y agilidad. Pero lo que más me interesaba era que empezaba a componer piececitas. Algunas las escribí al oírselas y aún las conservo. La mayoría, cosa rara, me parecía entonces, eran clásicas. Tenía pasión por lo clásico. Cuando le expliqué los principios de esa forma, quedó encantado.

– Es hermoso –decía admirado–. ¡Hermoso, hermoso, y tan fácil!

Guido aprende deprisa, pero no es un genio de la música, como el padre de Robin suponía al principio. Sin embargo, pronto se manifiesta su talento en otra disciplina:

Hice este descubrimiento una mañana, al principio del verano. Estaba trabajando, sentado a la sombra tibia de nuestro balcón que mira al norte. Guido y Robín jugaban abajo en el jardincito. Absorbido en mi trabajo, supongo, sólo me di cuenta del poco ruido que hacían los niños, después de un prolongado silencio. No se sentían ni gritos ni corridas: sólo una tranquila conversación. Sabiendo por experiencia que cuando los niños están quietos es porque se ocupan en algo prohibido, me levanté y miré por sobre la balaustrada lo que hacían. Esperaba verlos chapoteando agua, o encendiendo un fuego o cubriéndose de alquitrán. Pero lo que vi fue a Guido que, con un palo tiznado, demostraba sobre las piedras lisas de la vereda que el cuadrado construido sobre la hipotenusa de un triángulo rectángulo es igual a la suma de los cuadrados construidos sobre los dos otros lados.

Arrodillado en el suelo, dibujaba con la punta de su palo quemado sobre el piso. [...]

Después –dijo Guido–. Pero quiero, primero, mostrarte esto. ¡Es tan hermoso! –agregó con tono engañador.– [...] En un minuto Guido concluyó sus diagramas.

–¡Ya está! –dijo triunfalmente, levantándose para mirarlos–. Ahora te voy a explicar.

Y empezó a demostrar el teorema de Pitágoras, no como Euclides, sino por el método más sencillo y satisfactorio que según todas las probabilidades empleó el mismo Pitágoras. Había dibujado un cuadrado que había seccionado, con un par de perpendiculares cruzadas, en dos cuadrados y dos rectángulos iguales. Dividió los dos rectángulos iguales por sus diagonales en cuatro triángulos rectángulos iguales. Los dos cuadrados resultan estar construidos sobre los lados del ángulo recto de esos triángulos. Eso era, el primer dibujo. En el siguiente, tomó los cuatro triángulos rectángulos en los cuales estaban divididos los rectángulos y los dispuso alrededor del cuadrado primitivo, de manera que sus ángulos rectos llenaran los ángulos de las esquinas del cuadrado, las hipotenusas en el interior y el lado mayor y menor de los triángulos como continuación de los lados del cuadrado (siendo iguales, cada uno, a la suma de esos lados). De este modo, el cuadrado primitivo está seccionado en cuatro triángulos rectos iguales y un cuadrado construido sobre su hipotenusa. Los cuatro triángulos son iguales a los dos rectángulos de la primera división. Resulta que el cuadrado construido sobre la hipotenusa es igual a la suma de dos cuadrados –los cuadrados de los dos catetos– en los cuales, con los rectángulos, fue dividido el primer cuadrado. En un lenguaje muy poco técnico, pero claramente y con implacable lógica, Guido expuso su demostración.

Lo sorprendente de esta historia es que nadie había enseñado a Guido a dibujar esos cuadrados... aunque el niño da una demostración del teorema de Pitágoras, es él el que la descubre:

Luego, ansiosamente, como si temiera que hubiera algo malo en dibujar cuadrados, prosiguió disculpándose y explicándome. –¿Verdad? –dijo– me parecía tan hermoso. Porque aquellos cuadrados –señaló los dos pequeños cuadrados de la primera figura– son del mismo tamaño que éste. E indicando el cuadrado sobre la hipotenusa en la segunda, me miró con una conciliadora sonrisa.

Tras este extraordinario descubrimiento, las clases de música pasan a compartir su tiempo con lecciones de matemáticas. El pequeño Guido se encuentra plenamente seducido por el álgebra y sus teoremas, aludiendo constantemente a su belleza y su naturalidad:

En las semanas siguientes, yo alternaba las lecciones de piano con lecciones de matemáticas. Eran más que lecciones sugestiones, indicación de métodos, dejando al niño desarrollar sus ideas. Así le hice conocer el álgebra, haciéndole una nueva demostración del teorema de Pitágoras. En esa demostración, se traza una perpendicular de lo alto del ángulo recto sobre la hipotenusa, y partiendo de la base de que los dos triángulos así formados son semejantes entre ellos y al triángulo primitivo, y que sus lados homólogos son en consecuencia proporcionales, se demuestra algebraicamente que c2+d2 (los cuadrados de los otros dos lados) es igual a a2+b2 (los cuadrados de los dos segmentos de la hipotenusa) +2ab; cuyo total, como se puede demostrar con facilidad geométricamente, es igual a (a+b)2, o sea al cuadrado construido sobre la hipotenusa. Guido quedó tan encantado con los rudimentos del álgebra, como si le hubiera regalado una locomotora a vapor, con un calentador de alcohol para la caldera; más encantado, tal vez, porque la máquina se podía romper, y, quedando siempre igual, hubiera en cualquier caso perdido su atractivo, mientras que los rudimentos de álgebra se agrandaban y florecían en su mente con una exuberancia infalible. Cada día descubría algo que le parecía exquisitamente bello; el nuevo juguete tenía posibilidades ilimitadas.

En los intervalos que nos dejaba la aplicación del álgebra al segundo libro de Euclides, hacíamos pruebas con círculos; plantamos bambúes en la tierra endurecida por la sequía y medimos la sombra en distintas horas del día, sacando de esas observaciones sensacionales conclusiones. A veces, para entretenernos, cortábamos y doblábamos hojas de papel para hacer cubos y pirámides. Una tarde apareció Guido trayendo cuidadosamente en sus pequeñas y sucias manos un endeble dodecaedro.

–¡É tanto bello! –decía mientras lo mostraba, y cuando le pregunté cómo lo había hecho, se contentó con sonreír y decir que ¡había sido tan fácil!

Debido al calor y a problemas de salud de Robin, la familia británica debe partir a pasar una temporada a Suiza. El narrador obsequia a Guido los seis primeros libros de Euclides en italiano para que continúe su formación. Durante su estancia en Suiza, la familia escribe algunas postales a Guido, sin obtener respuesta. Finalmente reciben un sobre –con la mala letra del joven Arquímedes– dirigida AL BABBO DI ROBÍN: contiene una carta que había vagado durante semanas hasta llegar a su destino. El escrito de Guido es una llamada de auxilio: la patrona había obligado a su padre –al campesino– a dejar al niño a su cargo durante una temporada –les había amenazado con expulsarles de las tierras que cultivaban desde hacía años si no accedían a esta solicitud–. Aunque la casera mima al pequeño Guido, le obliga a estudiar música –pensando en que está contribuyendo a crear un virtuoso del piano– y le quita los libros de matemáticas para que no se entretenga. Guido, privado de la cercanía de sus seres queridos y de sus matemáticas, se cree abandonado por su familia –a la que la casera engaña no diciéndoles exactamente en que lugar están viviendo– y también por la familia de su amigo Robin. Desesperado, se lanza por una ventana y muere.

El joven Arquímedes

Esta novela se llevó al cine en 1950 con el título de Prelude to Fame.

 

Notas:

1 Las cuatro novelas son: El joven Arquímedes; Los Claxton; Cura de reposo y El monóculo. La Editorial Losada (Buenos Aires) los reunió en una antología en 1943, traducida al castellano por Leonor de Acevedo.

2 Las citas en las que aparecen las  matemáticas irán en diferente color.

 
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