2. (Julio 2007) Prehistoria musical
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Escrito por Rafael Losada   
Domingo 01 de Julio de 2007

Vibraciones y propagación

Desde mucho antes de la aparición de la vida, en nuestro planeta se generan vibraciones provocadas por los objetos al chocar o rozarse entre ellos. Como ejemplos -muy usados en las bandas sonoras de algunas películas- tenemos las provocadas por la lluvia y el granizo, el viento, fuentes y ríos, olas, volcanes y terremotos, truenos, meteoritos, desprendimientos y aludes, agrietamientos...

Estas vibraciones pueden propagarse si encuentran un medio, sea gaseoso, líquido o sólido, por el que hacerlo. Los medios más abundantes en nuestro planeta, que sirven de transmisores de las vibraciones, son la tierra, el agua y el aire. Para nuestros propósitos, nos centraremos en este último.

La presión atmosférica o la danza invisible

Las moléculas del aire nunca se encuentran quietas. Al contrario, cada molécula se desplaza continuamente de lugar con una velocidad media de unos 500 m/s (1.800 km/h). Dado que las moléculas se encuentran muy cercanas unas de las otras, a sólo 6.10-8 m, el número medio de colisiones elásticas por segundo es muy elevado (dividiendo las anteriores cantidades lo obtenemos: casi 1010 colisiones en cada segundo). Esta es la razón por la que las moléculas del aire desafían en parte la fuerza gravitatoria y  “no caen” sobre la superficie terrestre. Tanta danza frenética no les deja tiempo.

En su frenesí, las moléculas del aire también bombardean constantemente la superficie de cualquier objeto presente. Este cúmulo de muchísimos aunque ligerísimos impactos crean una fuerza constante en cada unidad de superficie. Es lo que llamamos presión atmosférica.

La unidad de presión es el pascal (la presión atmosférica a nivel del mar, 1 atmósfera, equivale a unos 100.000 Pa).

La presión atmosférica puede variar de un sitio a otro, o con el tiempo, pero tales variaciones son muy lentas, como puede comprobar cualquiera que se quede contemplando un barómetro.

La onda sonora

Los objetos vibrantes provocan sucesivas tandas de compresiones y depresiones del aire que les rodea, rapidísimos y ligerísimos cambios de presión que obligan a las moléculas a desplazarse en un “vaivén” –oscilación- que se propaga por el aire. Esta propagación, en un efecto dominó de alteraciones de presión, se conoce como onda sonora.

Se debe tener presente que lo que se propaga es la oscilación de las moléculas, el tren de compresiones y depresiones, no las moléculas en sí.

La oscilación de las moléculas se realiza en la misma dirección que la propagación de la onda. La onda sonora es, pues, una onda longitudinal (por contraste con las olas marinas, que son ondas transversales, es decir, perpendiculares a la dirección de propagación).

En todo caso, la energía primaria causante de la vibración se consume –se transforma en calor–, debido al rozamiento en el movimiento de todas esas moléculas hasta su vuelta al estado de relativo reposo (si se puede llamar así a su frenética e invisible danza).

Los seres vivos

Pero antes de desaparecer, tal vez algún testigo haya registrado esas ligeras alteraciones de presión. Los animales, nosotros entre ellos, hemos desarrollado órganos específicos para que actúen de receptores de esas alteraciones. En nuestro caso, el oído.

A la vez, los animales producimos vibraciones. Captar las ondas que generan ha sido y es importante para nuestra supervivencia, ya sea como aviso ante un peligro, como reclamo ante una posible presa o como parte del sistema de comunicación.

Primera variable independiente: la frecuencia de oscilación

Los rápidos cambios de presión en las moléculas del aire se realizan a una determinada velocidad, distinta para cada sonido. Esta velocidad se conoce como frecuencia y representa el número de oscilaciones que la molécula realiza en un segundo. Su unidad es el hercio (400 Hz = 400 oscilaciones en un segundo).

Segunda variable independiente: la intensidad. La amplitud y el volumen

Independientemente del número de oscilaciones que realicen por segundo las moléculas, es decir, independientemente de su frecuencia, el recorrido de ida y vuelta de la oscilación puede ser más o menos amplio. Cuanta más presión ejerzan (proporcional a la energía de la fuente vibrante), mayor será la distancia recorrida –amplitud– en cada vibración. Esta intensidad de presión en el aire la percibimos como volumen del sonido y nos permite distinguir entre sonidos fuertes y débiles.

Para hacernos una idea de lo pequeños que son estos cambios de presión, comparados con la presión atmosférica habitual, baste decir que un sonido que provoque un cambio de presión de 1 Pa, en un rango de frecuencias que podamos captar sin esfuerzo, lo percibimos como un sonido fuerte. Recordemos que la presión atmosférica equivalía a unos 100.000 Pa.

Pero, ¿por qué nuestro oído no “oye” la presión atmosférica y en cambio si oye el sonido? La respuesta la encontramos en la velocidad a la que se producen ambos fenómenos. El sonido produce un cambio de presión leve pero brusco (la onda se mueve a 340 m/s), de forma que el aire presente en el interior de la trompa de Eustaquio no puede compensarlo instantáneamente, produciéndose una diferencia de presión que mueve el tímpano.

La resonancia

Puede suceder que la frecuencia de la onda coincida con la frecuencia con la que puede vibrar un objeto al ser golpeado. Si la energía de la onda es suficiente, al alcanzar uno de estos objetos, la oscilación en la superficie del objeto se transmite a todo su interior, haciéndolo entrar en vibración a su vez, y, por lo tanto, comportándose como nueva fuente sonora. Este fenómeno se conoce como “resonancia”.

La famosa escena de la copa de cristal que se rompe ante la nota intensa y precisa de una soprano o un tenor es un ejemplo extremo de resonancia. Si golpeásemos –ligeramente– la copa de cristal, produciría un sonido de la misma frecuencia que la emitida por la cantante. Al recibir la onda sonora, el cristal entra en resonancia y se pone a vibrar en “su frecuencia natural”. Si la vibración supera la capacidad de elasticidad del cristal –que no es mucha– se acaba produciendo su rotura.

El oído

Dada la enorme cantidad de vibraciones que simultáneamente pueden incidir en nuestro tímpano, haciéndolo vibrar a su vez, hemos desarrollado un complejo sistema discriminatorio, capaz de “separar” la combinación recibida en “partes más simples”. Este sistema se basa en la disposición, en el oído interno, de células especializadas en activarse sólo ante determinadas frecuencias, al estar situadas en medios que sólo entrarán en resonancia en esas frecuencias.

Simplifiquemos un poco en aras de mayor claridad. Nuestro oído puede percibir vibraciones con frecuencias comprendidas entre unos 18 Hz y unos 18.000 Hz. Si percibimos un sonido resultado de la combinación de cuatro vibraciones: sonido={200, 708, 1.524, 3.967}, las células especializadas en la recepción de cada tipo de vibración cribarán las componentes del sonido: sólo se activarán las células situadas en zonas que entren en resonancia con las frecuencias 200, 708, 1.524 y 3.967. Al sonido percibido lo podemos llamar “200-708-1.524-3.967”, pero es muy importante para la comprensión de la relación entre música y matemáticas tener en cuenta desde un principio que registramos cada frecuencia por separado.

Cuantas menos vibraciones compongan un sonido, menos actividad se registrará en nuestro oído. Nuestra percepción mental es de un sonido “puro”, “claro”, “nítido”. El sonido producido por un diapasón es un buen ejemplo. Su equivalente visual podría ser un cielo despejado.

Por el contrario, si son muchas y de diverso tipo las vibraciones que conforman el sonido, percibiremos éste como “oscuro”, “confuso”, “impreciso”. Su equivalente visual podría ser un tupido bosque.

Además, aunque en principio la intensidad del sonido es independiente de la frecuencia, no lo es en nuestra recepción del sonido. Nuestro oído es más sensible a las altas frecuencias, de forma que con la misma intensidad de sonido percibimos un volumen mayor en frecuencias altas respecto a las bajas.

El ritmo

Muchos sonidos naturales se repiten con cierta fidelidad en períodos cortos de tiempo. Goteos diversos después de la lluvia, las olas, los pasos al caminar o correr, el canto de algunos pájaros, los latidos del corazón, los ladridos del perro del vecino...

El oído forma parte de nuestro sistema de vigilancia. Si el ritmo es suficientemente pausado y suave la esperada repetición de los sonidos relaja nuestros receptores auditivos, provocando una disminución en nuestro estado de alerta y la consecuente sensación de relajamiento –que en ocasiones llega a dormirnos–. En contraste, si deseamos provocar el estado opuesto en los que están alrededor nuestra, nada mejor que estimular sus células receptoras con sonidos intensos, rápidos y cambiantes, dando fuertes palmadas y gritos, a la vez que brincamos, gesticulamos y cambiamos frecuentemente de lugar para alertar también al sistema visual (¿el nacimiento de la danza?).

El poderoso cerebro

Hace un millón de años el cerebro humano ya se había desarrollado mucho más que el de sus vecinos primates. El descenso desde el árbol a la planicie y el enfrentamiento a un medio hostil, creó en el Homo necesidades sociales especiales (¿el nacimiento de la diplomacia?) que provocaron el desarrollo de un cerebro más poderoso. Éste debía ser capaz de supeditar su primera reacción instintiva a una cierta contención que evitase enfrentamientos internos y mantuviese la cohesión del grupo, fundamental para sobrevivir sin otras defensas.

(Una consecuencia indeseada del aumento del cráneo para albergar al crecido cerebro, unido al estrechamiento de la cadera que exigía la movilidad bípeda, fue la transformación del parto en un suceso doloroso y arriesgado.)

El habla

Este poderoso cerebro era capaz de experimentar y aprender más deprisa, pero no lo suficiente. Hace unos 200.000 años, la necesidad de una comunicación más precisa que capacitase la transmisión rápida y eficaz de una gran variedad de conocimientos (¿el nacimiento del sistema educativo?), provocó el paulatino descenso de nuestro principal órgano fonador: la laringe.

A pesar del peligro, en ocasiones mortal, que esto supone –y que seguimos padeciendo cada vez que nos atragantamos al ingerir algún alimento–, el premio obtenido con esta evolución es de valor incalculable: podemos hablar.

El placer mental

Cuando el receptor del mensaje (sea hablado o no) lo interpreta adecuadamente experimenta placer. Lo que denominamos placer –mental- es una recompensa química producida en el cerebro como agradecimiento a cierta actividad neuronal, cierto tipo de reconocimiento, en este caso del significado de la idea transmitida. A su vez, la manifestación física de este placer (signos de complicidad, asombro o sorpresa, risas, caricias) acentúan el interés del emisor por intentar reproducirlo, al tiempo que acelera en el receptor un deseo de convertirse también en emisor.

La voz

Ahora bien, hablar no es tan sencillo como gruñir (aunque, a veces, sea difícil encontrar la diferencia en algunos individuos). Por una parte, se necesita una cierta cadencia al emitir los sonidos. Por otra, los sonidos emitidos deben disponer de un mínimo de claridad.

Para potenciar al máximo el sistema de recompensas cerebrales periódicas (¿el nacimiento de la “motivación”?), tan importante en la transmisión de conocimientos, las voces se aclaran, se dulcifican, se suavizan, se afinan, se templan.

El resultado de todo este proceso es una voz muy alejada del primitivo gruñido. Una voz más armoniosa.

Los instrumentos

Podemos considerar nuestro sistema fonador como un sofisticado instrumento musical (muchos defienden que el más perfecto de todos). Pero la naturaleza dispone de un amplio repertorio de sonidos que no pueden dejar de ser percibidos. Por un lado, los generados por los elementos sin vida, que para el Homo no lo estaban tanto, pues se movían, “hablaban” y hasta aterraban en ocasiones: mar, lluvia, relámpagos... Por otro, los de la naturaleza viva: aves, insectos, mamíferos (los temidos felinos entre ellos), incluso las hojas de los árboles parecen tener “su habla propia” al mecerse con el aire.

El ser humano fue descubriendo que con algunos objetos, como huesos y piedras, debidamente dispuestos y manejados, también podía generar sonidos “curiosos” y rítmicos, sobre todo si los objetos dejaban algo de aire entre ellos o dentro de ellos.

El aire contenido en una caja o un tubo, o el que separa dos objetos cercanos, puede comportarse como un objeto cuya masa entra en resonancia con la fuente sonora, aumentando la intensidad del sonido.

Algunos de estos sonidos resultaban particularmente agradables. A partir de caracolas, huesos, cuernos, juncos y troncos, el hombre aprendió a construir diversos tubos que “hablaban como el viento” al soplar en ellos, o que “hablaban como el trueno” al golpearlos. Incluso logró que algunos tubos “hablasen como los pájaros”.

El placer era doble, pues el intérprete podía hacer que el viento, el trueno o los pájaros sonasen a su conveniencia, más o menos fuerte, más o menos prolongado, más o menos “alegre”.

La cuerda del arco empleado en la caza también emitía, tensándola al máximo, cierto sonido característico y “tembloroso” que tampoco pasó desapercibido.

La invención de la metalurgia (cobre, bronce, hierro) aumentó las posibilidades sonoras de los instrumentos de percusión y viento.

El tono o altura

Muchos de los sonidos producidos por los nuevos instrumentos tenían una característica común con la voz humana: se percibía en ellos una agudeza o gravedad bien definidas, lo que se conoce como altura o tono.

Este concepto corresponde a nuestra percepción de la frecuencia de la vibración. Cuanto mayor es la frecuencia, es decir, cuanto más rápido vibran las moléculas de aire que alcanzan nuestro tímpano, más alto es el tono percibido. Así, distinguimos entre sonidos graves (frecuencia baja, hasta 300 Hz), medios (frecuencia media, entre 300 y 2.000 Hz) y agudos (frecuencia alta, más de 2.000 Hz).

Para que la altura sea percibida de forma nítida es necesario que en el sonido, frecuentemente complejo, predomine una determinada frecuencia o tono fundamental. Así, una trompeta emite un sonido con pocas frecuencias, lo que percibimos como “sonido claro o brillante”, mientras que un tambor produce muchas distintas por lo que no le otorgamos una altura definida.

La melodía

La melodía es una sucesión, en el tiempo, de sonidos que forman “palabras” y “frases”. Los “espacios” entre ellas son los silencios. Estos términos son más que una analogía. Las frases melódicas tienen su origen en la repetición más o menos igual de frases entonadas, es decir, en la voz y en el canto.

La armonía

Cuando varias voces se superponen en el mismo instante, cada una con su particular frecuencia o tono fundamental, el resultado será, casi siempre, caótico. La armonía consiste en buscar, para cada instante, aquellos sonidos que guarden cierta relación de orden entre sí.

Matemáticas

Este rápido resumen nos aporta las claves para la presencia de las Matemáticas en la Música. Las Matemáticas estudian las cantidades, las formas, sus relaciones y sus variaciones. La Música es la combinación y variación de ciertas cantidades (frecuencia, intensidad) en un mismo instante (armonía) y a lo largo del tiempo (ritmo, melodía). Comprender estas claves es el objeto de esta sección de Divulgamat.

 
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