52. Nuevos retos ante tristes noticias
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Escrito por Miquel Barceló   
Jueves 01 de Mayo de 2008

Tras el jarro de agua fría del mes pasado (esa dificultad sobrevenida para mantener una relación sexual en condiciones de microgravedad), déjenme seguir este mes con otra de las mayores sensaciones de desánimo con que nos hemos encontrado quienes siempre nos hemos sentido interesados en la exploración espacial.

En mi caso ha de ser evidente: aunque ahora me dedique a la docencia universitaria en temas de informática y tecnociencia y su inevitable relación con la sociedad, siempre me sentiré orgulloso de mi primera formación como ingeniero aeronáutico que completé después con la ingeniería aerospacial estudiada en el extranjero. Es lógico suponer que quien, en sus años mozos, optó por dedicarse a este tipo de cosas algún que otro interés había de tener en la exploración espacial. Y me temo que la afición e interés por la ciencia ficción (ambos heredados de mi padre...) no han de ser nada ajenos a tales decisiones de un adolescente desorientado que elige una carrera, sobre todo si, como es mi caso, no hay ningún precedente familiar.

El problema es que para la exploración espacial el alejamiento de nuestro querido planeta Tierra (al que tan mal estamos tratando, por cierto...) es algo del todo necesario. De ahí la necesidad de aprender a vivir en condiciones de falta de gravedad o en microgravedad que, simplemente, son del todo ajenas a nosotros.

Ya comentaba el mes pasado el problema de las dificultades para mantener una relación sexual en condiciones de ausencia de gravedad, y les hablaba de la complejidad de llegar a ser miembro de ese "club de los tres delfines" que parece del todo necesario para un intercambio sexual satisfactorio en condiciones de microgravedad.

Pero hay más problemas asociados a la ausencia de gravedad. Menos lúdicos pero, me temo, mucho más definitivos que el de poder disponer de sexo satisfactorio.

Conocemos los inconvenientes producidos, por ejemplo, por la descalcificación y otros problemas de tipo físico que se presentan cuando el ser humano ha estado bastantes días en condiciones de ingravidez. Así les ocurre a los astronautas y, sobre todo, a quienes pasan semanas y meses en estas condiciones como ocurre con algunos de los tripulantes que ha tenido y tiene la estación espacial internacional.

Pero hay más.

El 17 de abril de 1998, la lanzadera Columbia iniciaba una misión científica de 16 días que incluía una serie de experimentos dedicados al estudio del sistema nervioso bajo el nombre genérico de Neurolab. Entre otras cosas, se estudiaron los efectos de la ingravidez en los seres vivos gracias a 16 ratones, 1514 grillos, 223 peces y 135 caracoles, una especie de mini-arca de un moderno Noé.

Algunos de esos experimentos sobre la corteza cerebral fueron realizados, gracias al Neurolab, por investigadores del CSIC español como Javier de Felipe Oroquieta y Luis Miguel García Segura. Su trabajo se centró principalmente en ratones que tenían, en el momento de iniciarse la misión, sólo 14 días de vida y para los cuales la mitad de su desarrollo postnatal se produjo en el espacio, en condiciones de ingravidez.

Se comprobó que, aunque el hecho no parecía afectar a los seres adultos, las crías de rata que estaban en el Neurolab durante su periodo de desarrollo habían sufrido cambios irreversibles en la corteza cerebral. Esos cerebros, aún inmaduros, se desarrollaron en el Neurolab de forma diversa a como suele ocurrir en la Tierra y, por ejemplo, parece que, cinco meses después de la misión, la coordinación de las patas de los ratones había quedado tan seriamente alterada que, a pesar de los muchos intentos, nunca llegaron a andar correctamente.

Cuando me enteré, se me ocurrió que, con permiso de Neruda, era realmente capaz de escribir las líneas más tristes esa noche. Esos resultados científicos, esos descubrimientos podrían dar al traste con la idea, largo tiempo promovida por la ciencia ficción, de naves generacionales en las que viajar de un lado a otro de la galaxia durante largos períodos en los cuales se sucede el nacimiento y muerte de diversas generaciones. Si lo que se descubrió en 1998 se confirma (y no hay razón para no hacerlo...), esas nuevas generaciones, caso de nacer en situación de ingravidez, tal vez no se parezcan lo suficiente a nosotros mismos, tal vez no tengan nuestras mismas capacidades.

Claro que siempre queda la posible solución de mantener en esas naves una gravedad artificial pero, la verdad, ya no parece lo mismo. Ni parece claro que sepamos hacerlo...

Es triste, aunque, me temo, era de esperar.

Somos como somos precisamente como resultado de la adaptación evolutiva que, hasta hoy, ha tenido siempre lugar en las condiciones habituales del planeta, gravedad incluida. Se dan, por ejemplo en las plantas, efectos de geotropismo positivo en las raíces y otros efectos de fototropismo que sólo han de ser posibles en condiciones como las que el planeta Tierra ha tenido durante los últimos millones de años.

En cualquier caso, la evolución se ha hecho precisamente en esas condiciones y, tal vez, los resultados finales de lo que hoy somos (nosotros y todas las especies que pueblan la Tierra) incorporan esas condiciones de forma implícita y tal vez hasta ahora insospechada. Seguramente no seríamos, como seres vivos, igualmente viables en condiciones distintas. Eso es lo que, al menos para mí, vienen a decir esos experimentos del Neurolab.

No deja de ser lógico que el hecho de alterar las condiciones en que ha trabajado la evolución durante milenios pueda llevar a que dejen de ser válidos los procesos de desarrollo establecidos a lo largo de eones. La gran maleabilidad de las primeras etapas del desarrollo y la compleja estructura de sistemas como la corteza cerebral (donde se localizan las funciones superiores del sistema nervioso) hacen comprensibles los efectos detectados en las pobres crías de rata del Neurolab o en los sistemas músculo-esqueléticos de los astronautas que han estado mucho tiempo en condiciones de baja o nula gravedad.

Y no hay que olvidar que los tiempos característicos de la evolución se miden cuando menos por milenios, mientras que los tiempos del desarrollo tecnológico asociado al viaje espacial se miden posiblemente por décadas. Al ritmo que vamos, no habrá tiempo para que la evolución rectifique. No estamos hechos para vivir en condiciones de ausencia de gravedad...

Tal vez para ir al espacio debamos modificarnos a nosotros mismos de forma parecida a como el protagonista de Homo Plus (1976) de Frederik Pohl dejaba que se alterase su cuerpo. Para explorar y vivir en Marte, nos decía Pohl, el Homo sapiens debería convertirse en un nuevo ser, tal vez incluso una nueva especie diseñada (el Homo plus del título castellano): un cosmonauta cyborg, mitad humano y mi­tad robot con mayores pul­mones para respirar una atmósfera enrarecida, ojos multi­facetados adaptados para ver en la gama de los infrarrojos, una piel casi aco­razada, alas añadidas para incorporar baterías solares que alimenten su mitad cibernética, y un largo etcétera de modificaciones. Un buen ejemplo tal vez posible gracias al hecho de que Marte, siendo un planeta, tiene gravedad.

Si hay que cambiar, no lo hará la evolución, deberemos hacerlo nosotros mismos. No cabe estar tristes, hay trabajo por hacer. Y afortunadamente, pese a los muchos problemas éticos que surgen, la ingeniería genética es una opción que empieza ya a ser tratada en la ciencia ficción de la misma manera que Pohl se detuvo, principalmente, en analizar las modificaciones psicológicas que un cambio como el del Homo Plus pudiera producir en un intelecto humano que, por efecto de sus modificaciones, se sabe realmente "distinto" de los otros humanos.

En cierta forma, nacida y evolucionada en la Tierra, tal vez nuestra especie no esté adaptada para soportar un largo viaje por el espacio en condiciones de ingravidez. Una solución a esa incapacidad físico-biológica de nuestra especie sería, como imaginó Tipler, que tengamos que explorar el espacio vecino por medio de sondas robóticas. Si al final lo hacemos con inteligencias artificiales capaces de autoreproducirse, tal vez acabemos poblando este rincón del universo con una especie de civilización de inteligencias artificiales y mecanismos de todo tipo que equivalgan a los "mecs" que dominaban la galaxia en la serie de novelas del Centro Galáctico de Gregory Benford y, muy en particular, en "Gran río del espacio" (1987).

Quien no se consuela es porqué no quiere....

Para leer:

- Homo Plus (Man Plus - 1976), Frederik Pohl, Barcelona, Editorial Bruguera, Col. Nova nº 64, 1976.
- Gran río del espacio (Great Sky River – 1987), Gregory Benford, Barcelona, Ediciones B, Col. Nova nº 20, 1990.

 
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