El profesor y el enemigo
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El Correo, 18 de abril de 1999

CARLOS PEREZ URALDE El profesor y el enemigo

ESTAMPAS URBANAS

Después de corregir el último examen de Matemáticas y es-tampar un espléndido cero en la esquina de la página de su alumno más detestable, el profesor se levantó de su mesa, tranquilizó los nervios que siempre se le desordenaban al comprobar que esa cuadrilla de cenutrios a los que trataba de enseñar la belleza fascinante de los números primos no entendían nada y decidió dar un paseo hasta la cafetería de costumbre.

El profesor era uno de esos tipos que llevan el despiste perpetuo como su más preciada seña de identidad, de manera que no era extraño que compareciera en clase con un peine enredado en su pelo crespo o con el cepillo de dientes en vez del bolígrafo en el bolsillo superior de la americana, o que al quitarse ante sus pupilos la cazadora descubriera impasible que había olvidado ponerse la camisa.

Su despiste era tal que podía confundirse fácilmente con una chifladura de imposible tratamiento y, en ese sentido, quienes le conocían solían dividirse entre los que consideraban que estaba como un sonoro cencerro y los que le tenían por un sabio con un enjambre de guarismos revoloteando en el interior de la cabeza.

En cierta ocasión se enamoró aritméticamente de una chica a la que veía con la adorable forma de un 8, aunque no desdeñaba en absoluto a otra que se sentaba con sumo encanto como si fuera un 5. Pero tal vez el gran encuentro de su vida tuvo lugar cuando conoció a Dorita Domínguez, que era sin lugar a dudas el más deslumbrante 7 que había contemplado jamás. Toda su existencia estaba repleta de números. Sólo los números tenían sentido para él, hasta el punto de que si se topaba con alguien con forma de 2, que era un guarismo o-dioso, le recriminaba con furia semejante de-fecto intolerable y le dedicaba calumnias y difamaciones en público.

Así, que el profesor salió de su casa para dirigirse a la cafetería y echó un vistazo al mundo por el camino. Vio señoras que eran perfectas ecuaciones, niñatos logarítmicos, un guardia urbano que no pasaría ni de lejos la prueba del seis y un viejo conocido que nunca llegaría con esa pinta ni a una modesta raíz cuadrada. Pero al llegar a la altura del dolmen de la calle Chile sufrió un espasmo de terror al di-visar entre todos los vi-andantes a un tipo malencarado y de paso rengo que era, sin duda, el perverso teorema de Fermat.

El profesor estuvo a punto de llamar a la Policía para que procediera a la detención inmediata del monstruo, pero pudo contenerse y decidió seguirle con intención de asestarle personalmente un golpe certero en toda la coronilla con el listín telefónico que siempre llevaba a modo de amena lectura para acompañar el café.

El maldito teorema se detuvo de pronto y retrocedió hacia el dolmen donde el profesor justiciero iniciaba su persecución. El brusco cambio de rumbo de aquel malandrín sorprendió de tal modo al profesor que éste se quedó paralizado frente al falso monumento megalítico, incapaz de reaccionar, sintiendo el aliento de la desgracia en su nuca monda al ver cómo se acercaba su implacable enemigo.

El canalla se plantó ante el aterrado licenciado en Ciencias Exactas y le espetó sin preámbulos su conjuro letal. «Si n es un número entero positivo mayor que 2, maldito cabrón, la ecuación, hijo de mala madre...» No fue preciso continuar. El profesor se desmayó de inmediato y despertó más tarde en la camilla de una ambulancia de la Cruz Roja. Le atendía con cariño u-na chica que era un inequívoco 17, y al otro lado le tomaba delicadamente el pulso un fornido 225 con bigote que, llegado el caso, hasta podría elevarse al cuadrado si se portaba bien.

 
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