Las crónicas de la señorita Hempel
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  • Autora: Sarah Shun-lien Bynum
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    En un par de meses, el cubículo en el que estaba sentada, pelando una naranja, se iba a convertir en su lugar de trabajo fijo. Y tendría a los demás profesores sentados al lado, lanzándole miraditas y diciéndole cada poco tiempo:

    - Tampoco te mates a trabajar, que no estás escribiendo una novela.

    Pero ahora solo estaba el señor Polidori, tarareando una cancioncilla mientras corregía unas ecuaciones.

    Los profesores de matemáticas, y los de ciencias en general, lo tenían muy fácil. Cuando llegaba la época de elaborar los anecdotarios, la señorita Hempel culpaba a su Joven yo estudiantil de haber desdeñado las lustrosas superficies de los laboratorios. A cambio había elegido los suaves recovecos del mundo delas letras, donde nada era cuantificable ni absoluto, y pese a haber pasado muchos años maravillosos charlando sobre literatura, al final estaba pagando caro haber perdido tanto el tiempo.

    La señora Beasley, que dirigía el departamento de matemáticas, siempre usaba la misma fórmula para hacer los anecdotarios sobre sus alumnos: lo primero que ponía era las notas que habían sacado en los exámenes, luego indicaba si su capacidad para hacer fracciones le parecía «relevante», iba «en progresión» o era «motivo de preocupación», y acababa con una felicitación o unas palabras de ánimo, según correspondiera al caso. Sin embargo, a una profesora de lengua esa fórmula le resultaba completamente inútil. La señorita Hempel no podía quejarse de vocabularios limitados ni de frases torpes sin verse obligada a hacer fuegos artificiales con su propio lenguaje, porque siempre había alumnos escépticos que no acababan de creerse que ella fuera capaz de llevar a la práctica todo lo que les exigía con tanto ahínco (¡intentad variar la estructura gramatical, usad metáforas, analizad en vez de resumir!), como si fuera una de esas entrenadoras gordinflonas que se apoltronan en las gradas mientras sus alumnos se agotan dando vueltas por el estadio.

    En fin, que no pretendía usar un lenguaje florido ni excesivo, pero tenía que escribir unos anecdotarios que quedaran bien. y tampoco quería parecer hipócrita. (¡Ay, los superlativos, su perdición!) Quería hacer unas miniaturas certeras pero cariñosas de los niños que estaban en su clase, como esos diminutos retratos que las mujeres victorianas llevaban en un medallón con un mechón de pelo. Y, aunque jamás consiguiera hacerlo como ella quería, no se había resignado al fracaso ni era capaz de apreciarlo como tal; cada diciembre y cada mayo se sentaba a escribir, lastrada por el temor de distorsionar la imagen de alguno de sus alumnos, o de cometer un error gramatical grave, o de caer en algún idiotismo, algún error que la pusiera tan en evidencia que ella misma acabara revelando su propia farsa.

  • Fuente: Perteneciente al libro “Las crónicas de la señorita Hempel” (Asteroide, 2011).

 
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