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Chiquita
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  • Autor: Antonio Orlando Rodríguez
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    Pero ¿cómo conseguir semejante fórmula? Jepp tenía la esperanza de que  un matemático y astrónomo danés llamado Tycho Brahe lograra descubrirla.

    —¿Ese astrónomo también era enano? —quiso saber Chiquita y  recibió un rotundo no por respuesta.

    —A lo largo de su historia, la Orden de los Pequeños Artífices de  la Nueva Arcadia siempre ha tenido aliados y colaboradores entre las  personas de estatura común —le informó Lavinia—. Como el gran duque  Alejo y la reina Liliuokalani, por mencionar dos casos.

    Acto seguido, Chiquita se enteró de que Tycho Brahe había sido  uno de los hombres más inteligentes del siglo XVI, pero que siempre  tuvo un grave problema: era muy irascible. Por ese defecto incluso  perdió un pedazo de su cuerpo. Una vez, cuando tenía veinte años y  estudiaba en la Universidad de Rostock, fue a una fiesta en casa de un  profesor suyo y allí se encontró con otro alumno. Los dos jóvenes  empezaron a discutir de matemáticas, se acaloraron y terminaron  batiéndose en un duelo. Para desgracia de Tycho, su rival era tan  bueno con la espada como con los números, y le arrancó la nariz de una  estocada.

    En un caso como ese, más de uno se hubiera hundido en la  desesperación, pero Tycho Brahe se tomó el asunto con calma. Se hizo  una nariz artificial con una aleación de oro y plata, a la que añadió  un poco de cobre para que fuera más resistente y para darle un color  parecido al de su piel. Tan bien le quedó, que había que fijarse mucho  para notar que era falsa. Eso sí, a partir de entonces, adondequiera  que iba llevaba una cajita con una pasta especial para pegarse la  prótesis cuando se le caía.

    Al notar que Chiquita daba señales de impaciencia, Lavinia  interrumpió un instante su relato para hacerle una aclaración:

    —¿Crees que perdí el hilo y que estoy hablando de cosas que nada  tienen que ver con la Orden? Pues no es así. La nariz de Tycho Brahe  es importante en esta historia y a su debido tiempo sabrás por qué.

    Después de concluir sus estudios universitarios, el astrónomo  viajó durante mucho tiempo por las cortes de Europa, asombrando a todo  el mundo con su habilidad para predecir los eclipses y calcular las  órbitas de los cometas. Hasta que un día Federico II, el rey de  Dinamarca y de Noruega, le pidió que volviera a su patria. Para  tentarlo, le ofreció la isla de Hven y una buena renta, y se  comprometió a ayudarlo a construir el observatorio de sus sueños. A  Tycho le encantó la propuesta, se fue para la isla y levantó allí un  castillo al que puso por nombre La Fortaleza del Cielo, donde vivió y  estudió los astros durante veinte años.

    En esa época, Tycho empleó como bufón a Jepp (sin imaginar que  era el Maestro Mayor de una hermandad secreta) y el enano se convirtió  en su hombre de confianza. Fue entonces cuando Jepp lo convenció para  que, basándose en sus observaciones de los desplazamientos de los  cuerpos celestes, tratara de encontrar la fórmula que la Orden  necesitaba. Tycho asumió la tarea como una cuestión de honor y durante  años y años se devanó los sesos, tratando de complacer a su bufón.

    Cuando Federico II murió, a Tycho Brahe no le quedó más remedio  que abandonar La Fortaleza del Cielo y aceptar el puesto de Imperial  Mathematicus en la corte de Bohemia. Allí siguió haciendo cálculos y  más cálculos, obsesivamente, hasta que por fin halló la fórmula (que  era una cruz formada por números de tres dígitos), se la entregó a  Jepp y lo enseñó a utilizarla.

    Aquel descubrimiento, que el Maestro Mayor compartió enseguida  con sus cuatro Artífices Superiores, les facilitó muchísimo la vida,  porque a partir de ese momento pudieron localizar a los futuros  miembros de la cúpula con gran antelación (en cuanto estos llegaban al  mundo), interpretando más rápido la voluntad del Demiurgo.

    Pero ese no fue el único cambio que Jepp introdujo en el  funcionamiento de la Orden de los Pequeños durante su mandato. Por  iniciativa suya se tomó otra decisión crucial. Cada vez que  encontraban a una criatura predestinada a ser Artífice Superior, se  las ingeniaban para que los padres les pusieran al cuello un dije  similar al que usaban
    los jerarcas. De esa forma, podían tenerlos controlados hasta que  llegaba el momento de sumarlos a la hermandad. Claro, a los padres les  hacían creer que se trataba de amuletos para la buena suerte. De la  existencia de la Orden no les decían ni una palabra.

    En esa parte de la conversación Chiquita se enteró, por fin, de  cuál era la función de las bolitas de oro. Los dijes estaban  conectados entre sí y formaban una especie de «red» que permitía al  Maestro Mayor y a los Artífices Superiores mantenerse comunicados.  Pero, además, a través de ellos también podían estar al tanto de lo  que hacían, pensaban y sentían los escogidos por el Demiurgo, los  futuros miembros de la directiva. Mediante las diferentes señales que  emitían las insignias (latidos, cambios de temperatura, movimientos de  los signos grabados en el metal y emisión de luces), podían, por  decirlo de alguna manera, «acompañar» a los elegidos, aconsejarlos y  hasta ayudarlos, a veces, en caso de peligro.

    Aunque la fórmula de Tycho Brahe era larga y complicada, Jepp insistió  en que los Artífices y él debían memorizarla. Y, previendo que alguna  vez la memoria pudiera fallarles, tuvo la idea de guardar una copia de  la ecuación en algún escondite. Debía ser un sitio seguro, porque, si  bien la secta tenía aliados, también tenía enemigos acérrimos. Pero  ¿cuál? Cada vez que alguien sugería uno, los demás lo objetaban.

    Llevaban varias semanas discutiendo dónde esconder la fórmula,  cuando Tycho Brahe murió en medio de una borrachera. Mientras lo  llevaban a su cama, la nariz metálica se le despegó, cayó al piso y  Jepp la recogió sin que la mujer, los hijos y los sirvientes del  astrónomo se dieran cuenta. Aprovechando la confusión, escapó de la  casa, llevó la prótesis al taller de un orfebre y le pidió que le  grabara la fórmula en su reverso.

    Cuando el artesano terminó su labor, a Jepp no le quedó otro  remedio que apuñalearlo allí mismo para garantizar el éxito de su  plan. Entonces, volvió al cuarto donde velaban el cadáver de Tycho, le  anunció a la viuda que había encontrado la nariz y se la pegó. Aunque  lo había hecho todo sin consultar a los cuatro Artífices, estos  estuvieron de acuerdo en que se trataba del lugar perfecto para  ocultar la fórmula. Y así fue como Tycho, su nariz y el secreto de la  Orden fueron a parar a una tumba dentro de la iglesia de Nuestra  Señora de Tyn, en Praga.

  • Fuente: Editorial Alfaguara, 2008 (Premio Alfaguara 2008).

 

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