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El hombre sin atributos
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  • Autor: Robert Musil
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    Es comprensible que un ingeniero viva ensimismado en su especialidad en vez de desplegar sus actividades en el libre y vasto mundo del pensamiento, aunque se envíen sus máquinas a todos los confines de la tierra; no se exige que sepa trasladar a su alma privada el espíritu audaz e innovador del alma de su técnica, así como tampoco se exige que una máquina se aplique a sí misma una ecuación infinitesimal. De la matemática no se puede decir lo mismo; en ella está la nueva lógica y el espíritu en su misma esencia, en ella están las fuentes del tiempo y la génesis de una transformación formidable.

    Si ejecución de sueños ancestrales es poder volar con los pájaros y navegar con los peces, penetrar como la broca en los cuerpos de montañas gigantes, enviar mensajes a velocidades divinas, divisar lo invisible y percibir lo remoto, oír hablar a los muertos, anegarse en los salutíferos sueños milagrosos, ver con ojos vivos el aspecto que tendremos veinte años después de muertos, descubrir en noches resplandecientes mil cosas de encima y de debajo de este mundo que antes nadie conocía; si luz, calor, fuerza, placer, comodidad son los sueños primordiales del hombre, en tal caso las investigaciones actuales no solamente son ciencia, sino también una magia, un rito de poderosísima fuerza sentimental e intelectual que induce a Dios a ir abriendo uno tras otro los pliegues de su manto, una religión cuya dogmática está regida y basada en la dura, valiente, ágil lógica de la matemática, fría y aguda como la hoja de un cuchillo.

    Por lo demás, es indiscutible que todos estos sueños antiquísimos se realizaron, en opinión de los no matemáticos, de muy distinta manera de cómo lo habían imaginado al principio. El cuerno del cartero de Münchhausen era más bonito que una bocina electrónica con un sonido en conserva; las botas de siete leguas, más bonitas que un automóvil; el imperio del rey Laurin, más bonito que un túnel ferroviario, las raíces curativas de la mandrágora más bonitas que un telegrama ilustrado, comer el corazón de la propia madre y entender el lenguaje de las aves, más bonito que un estudio zoopsicológico sobre la expresión rítmica del gorjeo de los pájaros. Hemos conquistado la realidad y perdido el sueño. Ya nadie se tiende bajo un árbol a contemplar el cielo a través de los dedos del pie, sino que todo el mundo trabaja; tampoco debe engañar nadie al estómago con idealizaciones, si quiere ser de provecho, más bien tiene que comer chuletas y moverse. Es exactamente como si la vieja e inepta humanidad se hubiera dormido sobre un hormiguero, y la nueva se encontrara al despertarse con las hormigas en la sangre; desde entonces se ve, por eso, obligada a realizar las extorsiones más violentas sin conseguir aplacar la frenética comezón de la laboriosidad animal. No es necesario dar muchas vueltas a esto; hoy día parece evidente a la mayor parte de los hombres que la matemática se ha mezclado como un demonio en todas las facetas de nuestra vida. No todos creen en la historia del diablo al que se puede vender el alma, pero al menos aquellos que entienden algo del asunto, por llevar el título de clérigos, historiadores o artistas y perciben, como tales, buenos beneficios, atestiguan que la matemática les ha arruinado y que ella ha sido el origen de una razón perniciosa que, a la vez que ha proclamado al hombre señor del mundo, lo ha hecho también esclavo de la máquina. La aridez interior, el desmesurado rigorismo en las minucias junto a la indeferencia en el conjunto, el desamparo desolador del hombre en un desierto de individualismos, su inquietud, su maldad, su asombrosa apatía del corazón, el afán de dinero, la frialdad y la violencia que caracterizan a nuestro tiempo son, según estos juicios, única y exclusivamente consecuencia del daño que ocasiona el alma del razonamiento lógico y severo. De ahí que ya entonces, cuando Ulrich se dedicó a la matemática, hubo gente que predijo el hundimiento de la cultura europea porque había desaparecido del corazón del hombre la fe, el amor, la sencillez y la bondad; y es significativo que todos ellos habían sido, de estudiantes y en su juventud, pésimos matemáticos. Para ellos ha quedado demostrado más tarde que la matemática, madre de las ciencias exactas, abuela de la técnica, fue también matriz de aquel espíritu que engendró los gases asfixiantes y los aviones de combate.

    En desconocimiento de estos peligros vivían sólo los matemáticos y sus discípulos: los físicos, a quienes de tales cuestiones les llegaba al alma tan poco como a un ciclista chuparruedas, que aprieta a correr hacia la meta y no ve del mundo más que la circunferencia trasera del contrincante que le precede. De Ulrich, en cambio, se podía asegurar una cosa con certeza, que amaba la matemática en consideración a aquellos que no la podían ni ver. Estaba enamorado de la ciencia por motivos más humanos que científicos. Veía que ella, en todo cuanto creía de su competencia, discurría de distinto modo que los hombres vulgares. Si se pudiera reemplazar opinión científica por concepto de la vida, hipótesis por tentativa, y verdad por hecho, la obra de un buen físico o matemático superaría en intrepidez y fuerza revolucionaria a las mayores proezas de la historia. En el mundo no existía todavía el hombre capaz de decir a sus fieles: robad, asesinad, fornicad… nuestra doctrina es tan poderosa que convierte el pus de vuestros pecados en cristalinas aguas de montaña; pero en la ciencia ocurre cada dos o tres años que una cosa, considerada hasta entonces como errónea, invierte de improviso los términos, o que una idea humilde y despreciada se transforma en reina y soberana de un nuevo mundo de pensamiento. Tales acontecimientos no son solamente revoluciones, sino que conducen a las alturas como por una escalera celestial. En la ciencia todo se desarrolla vigoroso, obvio y estupendo como en un cuento de hadas. Sólo que los hombres no lo saben, intuyó Ulrich; no tienen ni idea de cómo se puede pensar; si se les pudiera enseñar a empezar a discurrir, vivirían también de otro modo.
  • Fuente: Cuaderno de cultura científica

 

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