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La piel del cielo
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  • Autora: Elena Poniatowska
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    Lorenzo recordaba el fervor de don Luis y sus amigos, y el ingenio y el entusiasmo puesto en ensamblar y soldar las partes que mereció el visto bueno de Dimitroff. Al mismo tiempo, histéricamente, se repetía que una máquina no iba a poder más que él. «A ver cómo le hago, pero tengo que ganarle la partida, no me importa el tiempo que gaste pero vaya encontrarle el modo.» Esta determinación lo ponía en un estado de nervios incontrolable. Imposible pensar en otra cosa. Era un duelo a muerte. «Primero me muero a que me venza una cámara.» Se lo decía con furia, regañándose, incapaz de salir del imperio férreo de la Schmidt, cabrona, mil veces cabrona.

    Subía a la colina a paso redoblado, sin ver nada, salvo la Schmidt. Día tras día, exacerbado, una aspirina tras otra, una impotencia derrotando a otra, una cólera sorda que habría estallado en llanto de tanta exasperación, Lorenzo buscaba que la Schmidt respondiera. ¿Cómo era posible que él tuviera tantos proyectos, tantas ideas y que no contara con un buen instrumento? ¿Llamar a Shapley? ¿Irse de México? Lorenzo la habría pateado. «¡No tengo otra - se repetía- , tampoco tengo otro país!».

    Una noche en que, después de abrir las compuertas de la cúpula, apuntó el telescopio al cielo, se dio cuenta de que el tubo se vencia. «Será una construcción artesanal, como la llamó Recillas, pero el vidrio óptico es una maravilla.» Esa noche no tomó una sola placa, su mente analítica calculó y volvió a calcular y finalmente, a las cinco de la mañana, Lorenzo bajó al pueblo a acostarse. Apenas abrió los ojos, lo avasalló la angustia de cómo manejar el aparato para obtener la profundidad de observación deseada. «Probablemente así trabajen los matemáticos en un teorema, desbrozando el camino hasta llegar a la esencia y al último paso, el definitivo, el de la solución», se dijo para darse valor.

    Sin el menor cuidado por sí mismo, Lorenzo hizo cálculos, levantó tablas. Tres cajetillas diarias de Delicados le resultaban insuficientes, y ahora en la miscelánea le decía don Crispin: «Aquí le tengo sus cuatro paquetes, mi doc, para que trabaje mejor». Cada noche, su empeño lo llevaba más lejos. En una libreta forrada de linóleo negro apuntaba a qué inclinación había respondido el telescopio y seguía haciendo conjeturas. «Si el tubo se vence a veinte grados y lo reacomodo tomando en cuenta su flexibilidad, voy a obtener este resultado.» Al cabo de dos semanas casi no necesitó apuntar, todo lo tenía en la cabeza, las distintas variantes, los pasos a seguir, y sobre todo, las palabras de Recillas.

    Llevaba ya noventa días de catorce horas de trabajo obteniendo cada noche sin Luna, milímetro a milímetro, nuevos resultados, cuando se dio cuenta de que podía dominar la Schmidt. «Ahora sí, telescopio-cacharro, vamos a demostrar que sí sirves», y al revelar sus placas tuvo la certeza de que había llegado tan lejos como en Oak Ridge y quizá más.
  • Fuente: Editorial Alfaguara, 2001.

 

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