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Mi tío Oswald
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  • Autor: Roald Dahl
  • Texto:

    Desde Viena nos fuimos hacia el norte bajo el pálido sol de otoño en dirección a Berlín. Hacía solamente once meses que la guerra había terminado y encontramos la ciudadsumida en tinieblas y aburrimiento. Pero vivían en ella un par de personas a las que queríamos visitar, y yo estaba dispuesto a conseguir su donación por encima de todo. El primeroera el señor Albert Einstein, y en su casa de Haberlandstrasse número 9 Yasmin tuvo un agradable y triunfal encuentro con este pasmoso caballero.

    —¿Cómo te ha ido? —le pregunté como acostumbraba en cuanto subió al coche.

    —Ha disfrutado muchísimo —dijo Yasmin.

    —¿Y tú?

    —Yo no mucho —dijo—. Cerebro sí tiene, pero lo que es cuerpo. .. Prefiero ir a ver todos los días a Puccini.

    —¿Quieres hacerme el favor de olvidarte del Romeo italiano?

    —Lo intentaré, Oswald. Pero, verás, ocurre una cosa muy curiosa. Los cerebrales, los intelectuales, tienen una reacción diferente a la de los artistas cuando les hace efecto el escarabajo vesicante.

    —¿Cuál es la diferencia?

    —Los cerebrales se detienen y piensan. Tratan de averiguar qué diablos está ocurriéndoles y por qué les ocurre. En cambio los artistas no se preocupan de eso y, simplemente, se zambullen directamente en la lujuria.

    —¿Cuál ha sido la reacción de Einstein?

    —No podía creerlo —dijo Yasmin—. De hecho, se ha olido que había truco. Es el primero de todos ellos que ha sospechado que le habíamos hecho alguna trampa. Esto demuestra lo inteligente que es.

    —¿Qué te ha dicho?

    —Se ha quedado muy quieto y, mirándome desde debajo de esas cejas tan pobladas que tiene, me ha dicho: «Fräulein, aquí hay gato encerrado. Esta no es mi reacción normal cuando recibo la visita de una joven guapa..

    “¿No depende de lo guapa que sea?”, le he dicho. “No, Fräulein, no depende de eso —ha dicho—. ¿Está segura de que la trufa que me ha dado no tenía más que chocolate?”. “Desde luego —le he asegurado—. Yo también me he tomado una”. Resulta que este hombrecillo diminuto, Oswald, estaba superrecalentadísimo a consecuencia de los efectos del escarabajo, pero, al igual que el amigo Freud, ha conseguido dominarse al principio. Se ha puesto a caminar arriba y abajo de la habitación murmurando: “¿Qué está ocurriéndome? Esto no es natural... Aquí pasa algo... Jamás permitiría esta clase de...”. Yo me había tendido en el sofá adoptando una actitud seductora y esperaba que él se decidiera a actuar, pero no, Oswald, no había modo. Durante cinco minutos enteros sus procesos investigadores han bloqueado totalmente sus deseos carnales o como quieras llamarlos. Casi podía oír el zumbido de sus sesos mientras trataba de entender lo que le pasaba. “Relájese, señor Einstein”, le he dicho.

    Desde Viena nos fuimos hacia el norte bajo el pálido sol de otoño en dirección a Berlín. Hacía solamente once meses que la guerra había terminado y encontramos la ciudadsumida en tinieblas y aburrimiento. Pero vivían en ella un par de personas a las que queríamos visitar, y yo estaba dispuesto a conseguir su donación por encima de todo. El primeroera el señor Albert Einstein, y en su casa de Haberlandstrasse número 9 Yasmin tuvo un agradable y triunfal encuentro con este pasmoso caballero.

    —¿Cómo te ha ido? —le pregunté como acostumbraba en cuanto subió al coche.

    —Ha disfrutado muchísimo —dijo Yasmin.

    —¿Y tú?

    —Yo no mucho —dijo—. Cerebro sí tiene, pero lo que es cuerpo... Prefiero ir a ver todos los días a Puccini.

    —¿Quieres hacerme el favor de olvidarte del Romeo italiano?

    —Lo intentaré, Oswald. Pero, verás, ocurre una cosa muy curiosa. Los cerebrales, los intelectuales, tienen una reacción diferente a la de los artistas cuando les hace efecto el escarabajo vesicante.

    —¿Cuál es la diferencia?

    —Los cerebrales se detienen y piensan. Tratan de averiguar qué diablos está ocurriéndoles y por qué les ocurre. En cambio los artistas no se preocupan de eso y, simplemente, se zambullen directamente en la lujuria.

    —¿Cuál ha sido la reacción de Einstein?

    —No podía creerlo —dijo Yasmin—. De hecho, se ha olido que había truco. Es el primero de todos ellos que ha sospechado que le habíamos hecho alguna trampa. Esto demuestra lo inteligente que es.

    —¿Qué te ha dicho?

    —Se ha quedado muy quieto y, mirándome desde debajo de esas cejas tan pobladas que tiene, me ha dicho: «Fräulein, aquí hay gato encerrado. Esta no es mi reacción normal cuando recibo la visita de una joven guapa..

    “¿No depende de lo guapa que sea?”, le he dicho. “No, Fräulein, no depende de eso —ha dicho—. ¿Está segura de que la trufa que me ha dado no tenía más que chocolate?”. “Desde luego —le he asegurado—. Yo también me he tomado una”. Resulta que este hombrecillo diminuto, Oswald, estaba superrecalentadísimo a consecuencia de los efectos del escarabajo, pero, al igual que el amigo Freud, ha conseguido dominarse al principio. Se ha puesto a caminar arriba y abajo de la habitación murmurando: “¿Qué está ocurriéndome? Esto no es natural... Aquí pasa algo... Jamás permitiría esta clase de...”. Yo me había tendido en el sofá adoptando una actitud seductora y esperaba que él se decidiera a actuar, pero no, Oswald, no había modo. Durante cinco minutos enteros sus procesos investigadores han bloqueado totalmente sus deseos carnales o como quieras llamarlos. Casi podía oír el zumbido de sus sesos mientras trataba de entender lo que le pasaba. “Relájese, señor Einstein”, le he dicho.

  • Fuente: Editorial Anagrama, 2002

 

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