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El Rescoldo
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  • Autor: Joaquín Leguina
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    Jesús Vió había dado muestras muy pronto de una inteligencia superior. Comenzó a hablar cuando ape­nas tenía cumplido un año y a los tres manejaba las cua­tro reglas, que había aprendido de su madre. El padre buscó para él un maestro, Juan de Vicente, catedrático de Química en el Instituto, que enseguida informó a la fa­milia de que el niño era un «prodigio». Algo asustado al principio y azuzado por la curiosidad después, el profesor profundizaba cada vez más en álgebra y trigonometría, en cálculo, incluido el diferencial, que el muchacho maneja­ba con soltura antes de cumplir los diez años. Al llegar a esa edad, Juan de Vicente recomendó a los Vió que pusie­ran al chico un profesor de lenguas extranjeras, pues él creía que la facilidad de Jesús para las ciencias podría ex­tenderse fácilmente a otros aprendizajes.

    El padre no tardó en encontrar a una mujer ale­mana que, además, hablaba perfectamente inglés y era la fraülein en una casa encopetada de Zaragoza. Ofrecién­dole un buen sueldo, se la trajo al domicilio familiar para que cuidara de los niños y les enseñara las lenguas que ella manejaba a la perfección. Jesús Vió no tardó mucho tiempo en hablar alemán de corrido y también inglés. Francisca, más lenta, acabó también por ser bilingüe en castellano y alemán y, aunque usaba con bastante soltu­ra el inglés, este idioma nunca llegó a ser santo de su devoción.

    La capacidad de cálculo que Jesús demostraba era a menudo aprovechada por su madre para exhibir las ha­bilidades del niño ante los invitados. Una columna de cuatro cifras dispuestas, por ejemplo, en diez filas, era su­mada por Jesús en menos de diez segundos, sin ayudarse de instrumento alguno, dejando boquiabierta a la concu­rrencia. Otras veces se le ponía delante una multiplicación de diez cifras por tres y él la resolvía sin tardanza y sin lá­piz. Mas estos ejercicios «de circo» no gustaban al padre, que acabó por prohibidos, con gran contento del mucha­cho, a quien humillaban aquellas exhibiciones, que sólo realizaba a instancias de su madre, por el gusto de veda orgullosa, por el placer de sentir su admiración.

    Cuando Jesús cumplió los doce años, su profesor, Juan de Vicente, propuso a los Vió que el muchacho hi­ciera el examen de Bachillerato, para lo cual arreglaría él las dispensas y los trámites burocráticos. Tras unos meses de preparación intensiva en Latín, Geografía, Religión e Historia, el chico, acoquinado, se enfrentó al examen es­crito y, lo que fue peor, al oral, ante un tribunal de tres miembros que, conocedores de sus antecedentes, obser­vaban al joven como se suele hacer con lo raro o con lo monstruoso. Con la seguridad de quien responde a cues­tiones obvias y trilladas, Jesús obtuvo la calificación de so­bresaliente, dejando impresionados a los barbudos profe­sores. Pero no pudo entrar en la Universidad, pues Juan de Vicente no fue capaz de vencer las resistencias que la temprana edad de su pupilo levantó en el claustro zara­gozano. Bachiller a los trece años, hubo de esperar hasta los quince para escoger carrera y, mientras tanto, dedicó sus días a leer los más variados libros: de matemáticas, de historia, de literatura ... A ir al cine y, sobre todo, a la mú­sica. El apoyo de su madre lo llevó a las clases de solfeo en el conservatorio y más tarde al violín, instrumento que llegó a tocar con buen sentido y no poca sensibilidad.

    Antonio Vió admiraba el talento de su hijo y, aun­que procuraba ocultado, sentía un íntimo orgullo, pero, a la vez, le preocupaba el carácter del muchacho, sus si­lencios y su mirada ausente. Le parecía un chico respe­tuoso sólo en apariencia, que muy pronto dio muestras de estar poseído por un espíritu y un criterio indepen­dientes, poco dispuesto a aceptar tópicos ni verdades impuestas. El por qué infantil se había instalado en él con una profundidad a menudo difícil de abordar desde el pensamiento adulto, con frecuencia superficial o, simple­mente, interesado. A los quince años, aquel muchacho ha­bía superado ya en altura a su propio padre, al que no se parecía físicamente en casi nada. Antonio Vió era more­no y ancho y Jesús espigado, rubio de niño y castaño de adolescente. El padre tampoco veía con buenos ojos la deriva artística de su hijo ni su escasa propensión al ejer­cicio físico. Una y otra cosa le parecían muestras de esca­sa virilidad. Quizá por eso se empeñaba en llevado con él de caza, aunque el joven protestara por lo que considera­ba una pérdida de tiempo. Su padre le había comprado un equipo completo, incluida una magnífica escopeta, pe­ro durante las cacerías, a menudo, Jesús extraía del mo­rral un libro y, leyéndolo, entretenía la espera en el puesto, sacando de quicio a su progenitor.

  • Fuente: Texto extraído de la edición de 2004 de Alfaguara.

 

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