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Matemáticas y ciencia ficción

Sección a cargo del Profesor Miquel Barceló, a quien agradecemos sinceramente su colaboración con DIVULGAMAT, Centro Virtual de Divulgación de las Matemáticas.

Resultados 21 - 30 de 79

Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
En 1888, Herbert G. Wells publicó una primera narración sobre el viaje en el tiempo. Lo hizo en el Science School Journal y su título era "The Chronic Argonauts" (Los argonautas del tiempo). Trataba sobre la invención de una máquina del tiempo por un científico llamado Moses Nebogipfel, quien utilizaba su invento para viajar al pasado y cometer un asesinato. Algo de esa historia no debía gustarle al mismo Wells, y la narración fue reescrita varias veces hasta que surgió la novela que hoy conocemos: "La máquina del tiempo", publicada en 1895. En ella un ahora innominado Viajero se traslada al futuro (en lugar de viajar al pasado) para constatar personalmente la escisión de la humanidad en dos grandes grupos (o tal vez dos especies derivadas de la humana...): los inútiles y ociosos Elois y los trabajadores y peligrosos Morlocks. Son la nueva versión, modificada por los años, de los burgueses y proletarios de la sociedad que todos conocemos.   Con el viaje al futuro, Wells esquivó el complejo problema de las paradojas que el viaje hacia un tiempo pasado puede provocar con la posible alteración de la historia e incluso la anulación de la biografía personal: ¿qué ocurre si viajo al pasado y mato a mi abuela antes de que pueda dar a luz a mi madre? Si, no habiendo existido mi madre, no he de poder llegar a nacer, ¿dé dónde he podido salir para viajar al pasado y matar a esa pobre "abuela"? Paradojas.   "La máquina del tiempo" es hoy un clásico indiscutible y una de las muestras de la ciencia ficción más tradicional. En realidad, Wells utilizó y en cierta forma "inventó" a partir de entonces muchos de los temas que la ciencia ficción ha desarrollado después: el viaje por el tiempo, la invisibilidad, la in­vestigación y manipulación biológicas, la invasión extraterrestre, etc.   Visión un tanto pesimista de un socialista fabiano de lo que el futuro más lejano nos depara, "La máquina del tiempo" es hoy, aunque la sensibilidad actual pueda haber cambiado ante novelas como las que se escribían a finales del siglo XIX, un clásico indiscutible de la ciencia ficción, uno de esos títulos a los que conviene volver y, tal vez, homenajear. Y así se ha hecho.   Cuando en 1995 se cumplían cien años de la aparición de la clásica novela de Wells, un nuevo y brillante escritor británico, Stephen Baxter, publicaba "Las naves del tiempo" (premio John W. Campbell Memorial de 1996), la continuación auto­rizada de "La máquina del tiempo" de Wells.   En esta nueva novela, el Viajero del tiempo de Wells despierta en su casa de Richmond la mañana posterior al retorno de su primer viaje al futuro. Apesadumbrado por haber dejado a Weena en manos de los peligrosos Morlock, decide embarcarse en un segundo viaje al año 802.701 para rescatar a su amiga Eloi. Pero al entrar en un futuro distinto y radicalmente cambiado, el Viajero resulta irremediablemente atado a las paradójicas complejidades del viaje a través del tiempo. Acompañado por un Morlock, se encontrará consigo mismo, para ser detenido después por un grupo de viajeros temporales procedentes de un 1938 distinto al que hemos vivido en el cual Inglaterra lleva 24 años en guerra con Alemania. Y, con ello, las aventuras no hacen más que empezar.   Lo que en Wells era una sencilla extrapolación sociológica, se convierte en la continuación de Baxter en el relato de las nuevas aventuras del Viajero del tiempo de Wells a la luz de la cien­cia y la ciencia ficción de fines del siglo XX. Un siglo en el cual los conocimientos científicos y las realizaciones tecnológicas han su­perado en mucho las mejores expectativas del siglo XIX. Desde la teoría de la relatividad al descubrimiento de la estructura en doble hélice del ADN, pasando por la mecánica cuántica; y desde la energía nuclear a las tecnologías de la información, pasando por la conquista del espacio; nuestro punto de vista sobre el universo y sobre nosotros mismos ha cambiado y eso es lo que refleja, con gran habilidad y bri­llantez, Stephen Baxter en esta interesante y sugerente novela.   Si la obra de Wells iniciaba el tratamiento de un poderoso tema, el del viaje por el tiempo, propio de la ciencia ficción moderna, lo cierto es que Baxter lo ha complementado con paradojas temporales y con una nueva especulación que somete al pobre Viajero de Wells a todos los descubrimientos que la ciencia de la humanidad ha realizado en el siglo transcurrido.   Ése es el gran poder de esa brillante literatura especulativa que conocemos como ciencia ficción.   Para leer:   Ficción - La máquina del tiempo. Herbert G. Wells. Madrid. Alianza Editorial. 2007. (año de la publicación original: 1895). - Las naves del tiempo (1995). Stephen Baxter. Barcelona. Ediciones B. NOVA-Éxito (núm 11). 1996.
Domingo, 01 de Febrero de 2009 | Imprimir | PDF |  Correo electrónico
Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
"Frankenstein o el moderno Prometeo" (1818) de Mary Wollstonecraft Godwin Shelley (1797-1851) es, claramente, la primera novela de ciencia ficción. Quien se dio cuenta de ello por primera vez fue el novelista británico Brian W. Aldiss, historiador de la ciencia ficción y, también, autor del relato "Los superjuguetes duran todo el verano", aparecido en la revista Harper's Bazaar en diciembre de 1969 y en el que se basó Stanley Kubrick para crear el proyecto de la película "A.I." (2001) que al final terminaría filmando Steven Spielberg con guión de otro autor británico: Ian Watson. Aldiss supo superar la imponente fuerza del imaginario popular que, en el caso de Frankenstein, surge demasiadas veces de la versión cinematográfica que creara en 1932 James Whale con Boris Karloff como indiscutible protagonista en la figura del monstruo o, como la llamaba Shelley, la Criatura. En la versión cinematográfica de Whale-Karloff, la peripecia de Frankenstein se convierte demasiado fácilmente en una historia de terror y desaparece esa referencia importantísima al "moderno Prometeo" que utiliza Shelley en su subtítulo. El doctor Frankenstein, como muchos científicos, se atreve a dar a los humanos aquello que hasta el momento les era desconocido y, siguiendo al clásico, también como Prometeo ha de resultar castigado por su osadía. Porqué, en realidad, la historia de Frankenstein nos habla del atrevimiento y, tal vez, de los peligros de la ciencia, un punto de vista que vuelve a recuperarse en la moderna versión cinematográfica de Kenneth Branagh de 1994 que, no en balde, se etiqueta como "Mary Shelley's Frankenstein" (El Frankenstein de Mary Shelley) para indicar claramente que, con esa versión, se retorna al original de la escritora británica al margen del mito cinematográfico creado por Whale-Karloff. Shelley y Branagh inician su historia con el encuentro de dos locos atrevidos que intentan surcar los peligrosos mares de lo hasta entonces prohibido: Robert Walton, el explorador del polo que encuentra en su camino a un fracasado doctor Frankenstein que le contará su terrible historia. Ambos se reconocen como "locos" que afrontan la prometeica labor de encontrar nuevo saber, descubrir nuevos mundos y, en definitiva, hacer avanzar el cúmulo de experiencias y saberes de la especie humana. Por eso es fácil coincidir con Aldiss al considerar que el "Frankenstein" de Mary W. Shelley es la primera novela de ciencia ficción. Si para Isaac Asimov, la ciencia ficción es "la rama de la literatura que trata de la respuesta humana a los cambios en el nivel de la ciencia y la tecnología", la triste aventura del doctor Frankenstein encaja en esa descripción en grado sumo. Un nuevo descubrimiento científico: devolver el hálito de la vida a cuerpos anteriormente muertos, es un hallazgo científico que, en el caso de la novela de Shelley, se enfrenta a la reacción popular en una sociedad, la victoriana, refractaria y temerosa de tales novedades. La responsabilidad del científico no es en absoluto un elemento ajeno a la historia de Frankenstein ni, por desgracia, ajeno a nuestro mundo que vuelve a plantearse temas parecidos en torno a las biotecnologías y las muchas posibilidades, siempre nuevas, siempre prometeicas, que nos ofrecen. Curiosamente, el tratamiento de Shelley da a la Criatura es, en algunos aspectos, parecido al que la moderna ciencia ficción ha dado al androide, al robot o, al replicante cinematográfico. La Criatura del doctor Frankenstein es inteligente pero ingenua, un personaje todavía no modificado por la civilización y que actúa en la novela como el "buen salvaje" rousseauniano. Es, también, un elemento que desbarata una realidad civilizada de la misma forma en que habría de hacerlo, cien años más tarde, el salvaje que irrumpe en la ordenada sociedad de "Un mundo feliz" (1932) de A. Huxley de la que hablaremos aquí dentro de un par de meses. Frankenstein, la novela de Shelley o la fiel versión cinematográfica de Branagh, es un hito indiscutible en la ciencia ficción, la primera piedra sobre la que se asienta, casi dos siglos más tarde, un brillante edificio especulativo que se dirige, ante todo, a la inteligencia y la capacidad de reflexión del lector. No es poca cosa. Para leer: Ficción - Frankenstein o el moderno Prometeo. Mary W. Shelley. Madrid. Espasa Calpe. Colección Austral. 2008. (año de la publicación original: 1818).
Jueves, 01 de Enero de 2009 | Imprimir | PDF |  Correo electrónico
Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
El mes pasado terminaba comentando la osadía de la ciencia (ese loco propósito...) y emplazándoles a tratar del arte en la ciencia ficción. Allá vamos. Siguiendo con la idea de Wagensberg en torno a la inteligibilidad y al inevitable poder de comunicación del arte que la ciencia, por desgracia no siempre alcanza, déjenme traerles aquí una provocativa idea que, precisamente un escritor catalán, Miquel de Palol, publicaba hace años en el suplemento catalán de un periódico nacional. Decía Palol: "En la historia reciente de occidente, los artistas, teñidos de poetas y filósofos los más preclaros, habían sido siempre los avanzados del progreso. Parecía como si a los científicos se les reservara tan solo el papel de verificadores de las intuiciones geniales de los artistas iluminados La visita a las galerías de Londres de las que les hablaba la semana pasada [Palol se refiere, entre otras, a la nueva Tate Gallery con imágenes sorprendentes como ese Wojtila alcanzado por un meteorito], si se considera significativo de la actualidad la mayoría de lo que allí puede verse, hace pensar que la tendencia se ha invertido violentamente. Los científicos -y los creadores de tecnología- son la vanguardia del pensamiento y los artistas, estupefactos, ya logran mucho si consiguen noperder de vista la locomotora. [...] Entretener, ser divertidos y amables, si no hay mas remedio ser un poco procaces, un poco irreverentes, pero sin pasarse. Ser comercialmente rentables, ser un valor seguro" Suscribo en gran parte este tipo de consideraciones que critican el arte de nuestro siglo por su exagerado mercantilismo, esa obsesión por obtener una "marca de fábrica" al estilo de las cuchilladas de Fontana sobre una tela blanca o, mucho más rudimentariamente, esa obsesión tal vez infantiloide "pour épater les bourgeois" (y no voy a  hablar aquí de mi "tocayo" Miquel Barceló y su pintarrajeada cúpula de Ginebra...). Estamos lejos, tal vez, de las agudas consideraciones de una Walter Benjamin sobre "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica" (1934), y es que el arte en el siglo XX ha sufrido no pocas variaciones y tribulaciones. Ciencia ficción y arte: La rosa (1955) Como también las ha sufrido la ciencia ficción, la narrativa más típica y característica de nuestro siglo. Como ya he dicho tantas veces, difícil de definir, la ciencia ficción se presenta, en síntesis, como esa investigación sobre "la respuesta humana a los cambios en el nivel de la ciencia y la tecnología" como muy bien establecía el doctor Isaac Asimov, famoso divulgador científico y autor de ciencia ficción. Algunos de sus autores especulan mejor esas opciones y otros peor: como en botica, hay de todo. Uno de los buenos autores que abordó hace ya años la relación en arte y ciencia es Charles L. Harness en su novela corta "La rosa" (1955) que parece pretender una posible reconciliación del conocido antagonismo entre arte y ciencia. Harness, lógicamente, no había leído a Wagensberg (ni, posiblemente, a los muchos científicos que pueden pensar como Wagensberg), por eso centraba su obra en establecer que "la riqueza emocional del arte es necesaria para atemperar y redimir a la fría objetividad de la ciencia". Conociendo la distinta forma en que arte y ciencia abordan el tema de la inteligibilidad, la opción ideológica de Harness parece llamada al fracaso, lo que no significa, ni mucho menos el fracaso de la obra literaria de que estamos hablando que vehicula adecuadamente, como buen arte que es, el mundo de las emociones humanas que está obligado a manejar. En la obra una artista que es además doctora en psicología, Anna van Tuyl, ha escrito un ballet aún incompleto: "la rosa y el ruiseñor". Se trata de una historia extraída de Oscar Wilde: un estudiante necesita una rosa roja para ser admitido en un baile, pero su jardín sólo contiene rosas blancas. Un alocado pero amante ruiseñor dejará que la espina de un rosal blanco atraviese su corazón para obtener una rosa roja y... un ruiseñor muerto. La ciencia aparece ejemplarizada en la figura de Martha Jacques enfrentada a su esposo Ruy Jacques, artista y, presuntamente, perturbado psicótico en tratamiento por parte de la doctora van Tuyl. Los enfrentamientos entre Martha y Ruy (entre ciencia y arte) quedan mitigados por el papel de la científica y también (y preferiblemente) artista Anna van Tuyl y la conclusión que percibe el lector es, claramente esa idea de que "la riqueza emocional del arte es necesaria para atemperar y redimir a la fría objetividad de la ciencia". Más arte en la ciencia ficción Hay muchas más referencias a obras artísticas en la ciencia ficción, aunque tal vez ninguna tan centrada en la relación entre arte y ciencia como "La rosa" de Harness y su uso artístico del ballet. Cyril M. Kornbluth se centra en la escultura en "Con estas manos" (1951), Clifford D. Simak en la literatura en "Tan brillante la visión" (1956), o incluso Harry Harrison se permite la humorada de dedicar al cómic y la historieta su "Retrato de un artista" (1964). Y el etcétera sería largo de enumerar... Evidentemente, hay visiones más duras y trágicas. Una de las más brillantes es el duro recordatorio de la idea de que el artista supone (suponía, si hemos de creer a Miquel de Palol) una disrupción social, una fuerza subversiva difícil de aceptar en una sociedad perfecta y equilibrada. Así lo imagina Damon Knight cuando en "The Country of the Kind" (1956) nos describe una sociedad en la que el único artista es un psicótico antisocial que debe ser expulsado de la vida social. La visión del artista genial, psicótico o no, es frecuente y poco habitual la tendencia a la igualación de capacidades y poderes que presenta Harlan Ellison en "Harrison Bergeron" donde todo el mundo está obligado a llevar pesos, elementos deformadores y, en definitiva, "handicaps" para que no haya privilegiados. El genio artístico recibe todo tipo de tratamientos, aunque domina la perspectiva de la "resurrección" real o virtual, de genios artísticos del pasado con todo tipo de curiosas consecuencias. James Blish imaginó en "Una obra de arte" (1956) a un Richard Strauss resucitado en el cerebro de otro humano del futuro y recibido con honores de genio artístico pese a que el es consciente de que su capacidad artística, si genio, no ha logrado ser resucitado. Más patética es la visión de un Mozart resucitado virtualmente en el futuro como una inteligencia artificial que descubre, asombrado, que su característica genial puede ser reproducida miles y miles de veces en infinitas inteligencias artificiales. En definitiva, un genio que deja de serlo por la proliferación de muchos y muchos como él. Se trata de "Reprendre c'est voler" (1992) del escritor francés Ayerdhal finalista del Premio UPC de ciencia ficción de 1992. Hay visiones más humanísticas y emotivas entre las que cabe destacar la historia de Walter M. Miller Jr. sobre un actor que sustituye a un robot-actor del futuro en "The Darfsteller" (1955, traducida aquí como "el actor"). Se trata de una de las muchas críticas sobre el maquinismo que nos sugiere que incluso el arte interpretativo podría, en el futuro, corresponder a máquinas y no a seres humanos. Algo parecido recrea, años más tarde, la norteamericana Connie Willis en su maravillosa novela "Remake" (1995), con una bailarina del futuro que quiere bailar con Fred Astaire en el cine, cuando el espectáculo cinematográfico ya sólo se hace manipulando informáticamente imágenes de mitos dorados del siglo XX, sin participación de actores. La ciencia ficción ha inventado nuevas artes para el futuro: desde la estética del turismo temporal en "Vintage Season" (1946) de Catherine L.Moore, a las sinfonías que son mezcla de luz, color y música que describió John Brunner en "El hombre completo" (1958) o la psico-escultura de "El segundo viaje" (1972) de Robert Silverberg. Y reinventado otras, como el arte de hacer máscaras faciales en "Polilla lunar" (1961) de Jack Vance, las esculturas holográficas de "El inca marciano" (1977) de Ian Watson o de "Patrón de las artes" (1973) de William Rostler, o el arte de los sastres de "The Garments of Caean" (1976) de Barrington J. Bayley. Aunque la palma de la originalidad debería llevársela, según cree el crítico y autor británico Brian Stableford, Isaac Asimov con "Soñar es algo privado" (1955) en la que eleva a la categoría de arte de gran consumo la grabación de sueños y su "consumo" por parte de otros. En general, las opciones son muchas aunque domina la idea ya indicada de que en un futuro, liberado el ser humano de la carga del trabajo por la ayuda de robots, máquinas y ordenadores, todos podrán dedicarse a transmitir esas complejidad de lo inteligible. Tal y como decía Marx: no habrá pintores sino gente que pinta. Para leer: Ensayo - Ideas sobre la complejidad del mundo. Jorge Wagensberg. Barcelona. Tusquets Editores. 1985. - Ciencia, arte y revelación, en la revista "Modern Trends in BioThermodynamics", Innsbruck University Press, Volumen 3, 1994. - Qué loco propósito (What Mad Pursuit: A Personal View of Scientific Discovery). Francis Crick. Barcelona. Tusquets Editores - Metatemas, 19. 1989. Ficción - La rosa (1953). Charles L. Harness. Barcelona. Acervo/Ciencia Ficción, n. 33. 1979.
Lunes, 01 de Diciembre de 2008 | Imprimir | PDF |  Correo electrónico
Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
En realidad, cuando un ingeniero habla de arte puede decirse que nos hallamos casi siempre ante una opción arriesgada. A veces, los que nos dedicamos a la ciencia y la tecnología nos sorprendemos, como tantos otros, de algunas de las actividades artísticas que ha generado el pasado siglo XX. Por ejemplo, yo siempre había creído que acuchillar una tela era un acto de vandalismo, hasta que en una exposición de la Fundació Miró de Barcelona, hace ya bastantes años, descubrí, no sin una cierta perplejidad, que si quien lo hacía se llamaba Fontana, ese acto podía crear incluso una obra de arte. Cosas veredes amigo Sancho que decía el bueno de Alonso Quijano... Y es que el arte, al menos en el siglo anterior, presenta no pocas facetas intrigantes. Posiblemente, para la mayoría de los no especialistas, el arte ha llegado a extremos curiosos y sorprendentes y, como no podía ser menos, la ciencia ficción ha intentado también reflejarlo. Pero déjenme contarles (antes de entrar a saco en el amplio acervo de la ciencia ficción para intentar descifrar cómo se ha enfrentado con el arte y la ciencia), déjenme contarles, digo, uno de los posibles errores de interpretación típicos de muchos de los que, como yo, no somos especialistas en arte. En 1963 Friedrich Dürrenmatt estrenaba en París su obra "Frank V, opera de una banca privada". Un lustro después, tuve la suerte de poder intervenir en un montaje teatral de esa obra por parte de un grupo de aficionados universitarios (si la hubo, en este caso la mala suerte alcanzó, tal vez, a los escasos espectadores del montaje...). Desde entonces, en mi cabeza resuena siempre una cita del prólogo de esa interesante obra en la que un banquero dice una frase lapidaria: "sólo a partir de un millón, se puede hablar de arte clásico". (Entre paréntesis cabe comentar que, lógicamente, para el banquero, el millón se refiere, como no podía ser menos, a "dólares"...). En cualquier caso, dólares, pesetas o euros, ésa es una idea muy común: uno se preocupa del arte sólo en última instancia, cuando tiene resueltos otros problemas más acuciantes de la vida. Afortunadamente esa idea, que parece tan elemental, no es cierta siempre. El arte es, incluso hoy, mucho más que un lujo para ociosos. Los bisontes de la cueva de Altamira nos lo recuerdan cuando deseemos olvidarlo. Y ello aún siendo conscientes que el capitalismo lo ha mercantilizado prácticamente todo, arte incluido. Pero, al menos en nuestros días, no deja de haber algo cierto en esa frase de Dürrenmatt: "sólo a partir de un millón, se puede hablar de arte clásico": si se recurre al arte cuando lo demás está resuelto, el arte sería un lujo para ociosos. Lo cierto es que también puede serlo y, como veremos, muchas veces la ciencia ficción lo imagina así en un futuro más o menos lejano, cuando las preocupaciones por la productividad hayan cedido ante la realidad de un mundo informatizado y robotizado al máximo, que deja ociosa a la mayor parte del género humano. La idea, por optimista que hoy pueda parecernos, es la que había apuntado hace ya mucho tiempo Marx: en una perfecta sociedad comunista, en la sociedad socialista ideal y, por desgracia, por el momento, utópica, "no habrá pintores, sino gente que pinta" como nos ilustraba ya en 1955 un autor de ciencia ficción como Robert Silverberg en su relato "Un hombre con talento" (1955). Arte, ciencia y complejidad El arte, además de un posible lujo para ociosos, es también otra cosa: una forma de relacionarnos con el mundo, de comunicar con nuestros semejantes y, en el fondo, una forma de conocimiento. Ya en 1985, Jorge Wagensberg, que ha sido director del Museo de la Ciencia en Barcelona (Cosmocaixa), defendía en su libro Ideas sobre la complejidad del mundo (Tusquets Editores, Barcelona, 1985) la idea de la existencia de sólo tres formas relevantes de conocimiento: la ciencia, el arte y la religión. Me van a permitir que no mezcle hoy la religión en este discurso. No es el momento. Sé que hace ya unos siglos que la inquisición no existe como institución pero, como todos sabemos, inquisidores, como las "meigas", haberlos, haylos... Para Wagensberg, decía, ciencia, arte y religión son diversas formas con las cuales los seres humanos se enfrentan a la complejidad. Las sendas del saber. Para la ciencia son básicos dos principios: - el de objetivización del mundo (es decir, la separación del objeto estudiado del sujeto que lo estudia), y - el de inteligibilidad (esto es, la creencia de que la naturaleza puede ser entendida, que el universo es inteligible) ambos hacen que la ciencia pueda, paradójicamente tal vez, "ocuparse de los niveles más bajos de complejidad" según opina Wagensberg. Me parece importante destacar que el principio de inteligibilidad que la ciencia defiende no es aceptado por otras formas de conocimiento. En su artículo "Ciencia, arte y revelación" (Modern Trends in BioThermodynamics, Innsbruck University Press, Volumen 3, 1994) Wagensberg nos confirma: "La ciencia es la única forma de conocimiento que declara que acepta este principio, no como otras formas que -tómese buena nota- incluso nos invitan a adoptar el principio opuesto: que existen inteligibilidades, que existe el misterio". Sin llegar a entrar en el campo de lo numinoso y de la religión tal y como he prometido, lo cierto es que, por ejemplo, el arte sí pretende abordar aquello que presenta "una complejidad tan enorme que cualquier proyecto de representación científica es impensable". Un científico como Wagensberg no tiene problemas en reconocer (y yo no tampoco tengo problema alguno en aceptarlo) que aunque: "la ciencia me permite conocer complejidades sencillas y, a cambio de esta limitación, el conocimiento científico me sirve para guiar mi interacción con el mundo", lo cierto es que "el arte es una forma de conocimiento cuyo método se basa en un único principio: el principio de la comunicabilidad de complejidades ininteligibles". Y, para sintetizar, a mí me parece correcto pensar que es esa relación con lo inteligible lo que distingue arte y ciencia. La ciencia pretende saber y está convencida, en el fondo, de que todo puede ser sabido, de que su método puede cubrirlo todo, de que, en definitiva, no hay fronteras al saber ni misterios que, caso de haberlos hoy, serán desvelados un día u otro. El arte, si se quiere a un nivel más mundano que la religión, se atreve con lo ininteligible, se establece como nexo de comunicación de aquello que es, incluso, inefable, de aquello que, por el momento, nos parece tan complejo que rehúye la capacidad cognitiva de la ciencia (déjenme recordar aquí mi carácter de ingeniero y el optimismo implícito a la actividad científica y decir que "rehúye la capacidad cognitiva de la ciencia por ahora"). A veces me pregunto por la gran osadía del intento de la ciencia: comprender el universo. Ése debe ser un "loco propósito" como titulaba Francis Crick su libro de memorias (Francis Crick, por si hiciera falta recordarlo, es el descubridor de la doble hélice del ADN: sí, ya sé que estaba también un estudiante estadounidense de doctorado llamado James Watson, pero déjenme decir que, en mi opinión, el verdadero científico fue Crick [con la imprescindible ayuda de la interpretación que hiciera Rosalind Franklin de los modelos de difracción de rayos X...] aunque Watson resultara mucho mejor publicista...). El "loco propósito" de la ciencia es creer que el cerebro humano va a ser capaz de comprender la complejidad del universo. Se trata de una pretensión tal vez vana ya que, no sabiendo si el grado de complejidad del cerebro humano puede realmente abordar todo el universo, lo cierto es que ese universo contiene al menos siete mil millones de cerebros humanos, lo que hace pensar que, honestamente, el grado de complejidad del universo ha de ser superior al grado de complejidad del cerebro humano. Por eso digo que la ciencia es muy osada... Pero ello nos deja el campo abierto a las posibilidades del arte de las que, al menos en su relación con la ciencia ficción, hablaremos el próximo mes. Para leer: Ensayo - Ideas sobre la complejidad del mundo. Jorge Wagensberg. Barcelona. Tusquets Editores. 1985. - Ciencia, arte y revelación, en la revista "Modern Trends in BioThermodynamics", Innsbruck University Press, Volumen 3, 1994. - Qué loco propósito (What Mad Pursuit: A Personal View of Scientific Discovery). Francis Crick. Barcelona. Tusquets Editores - Metatemas, 19. 1989.
Sábado, 01 de Noviembre de 2008 | Imprimir | PDF |  Correo electrónico
Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
En 1994, Roslynn D. Hayes publicaba su interesante estudio: "From Faust to Strangelove: Representations of Scientist in Western Literature", en el que caracterizaba la manera como la ficción literaria occidental se ha referido a la figura del científico. Puede decirse que, dadas las muchas adaptaciones literarias al cine, la tipología que construye Hayes se adapta muy fácilmente al caso del cine y puede servir al menos como un primer referente. En primer lugar conviene sintetizar que, en opinión de Hayes, en general la ficción ha dado una imagen más bien negativa tanto de los científicos como de la ciencia en sí. Posiblemente dominada por la tradición decimonónica, la literatura occidental todavía imagina la actividad del científico como una actividad individual y romántica, una obsesión por saber más cosas y por encontrar aspectos inéditos en la realidad o en su explicación. La ciencia ha sido vista, casi siempre, como una aventura romántica, algo que el último medio siglo, con una nueva organización social del quehacer científico, desmiente claramente y que explican con detalle desde Merton y Kuhn a los sociólogos constructivistas. La imagen más clásica la ofrece ya la primera gran novela de ciencia ficción: "Frankenstein, el moderno Prometeo" (1818) de Mary Shelley. Es cierto que, desde la primera versión cinematográfica famosa, la dirigida por James Whale en 1931, se ha destacado principalmente el aspecto terrorífico de la obra, centrado en las tristes consecuencias del hallazgo científico del doctor Frankenstein. Pero, afortunadamente, la versión cinematográfica de 1995, dirigida por Kenneth Branagh, reconstruye el punto de vista original de Mary Shelley, iniciándose, como la novela, con la narración del encuentro entre el doctor Frankenstein y su Criatura (desterrados voluntariamente al polo norte tras las desgracias ocurridas) y el explorador Robert Walton, narrador, después, de la historia que le ha transmitido Frankenstein. Lo importante de esa escena (en la obra de Shelley y en la reconstrucción de Branagh) es la consideración de la ciencia como una aventura relacionada con el descubrimiento. Esa aventura de la ciencia es comparable en todo, en motivación e intenciones, a las obsesiones que guían al descubridor Robert Walton en su arriesgado objetivo de llegar al polo norte. Esa obsesión del geógrafo Walton resulta en todo paralela y análoga a la obsesión de Frankenstein por "fabricar" vida. El científico, como el Prometeo del subtítulo de la novela de Shelley, se arriesga a ofrecer a los humanos el fuego del saber, incluso cuándo ese nuevo saber puede acarrear terribles consecuencias. Evidentemente, desde la óptica narrativa, esas terribles consecuencias resultan más efectivas y dramatizables que algunas realidades obtenidas también por la ciencia de las que constituye un buen ejemplo el hecho incontrovertible del aumento de la esperanza de vida humana en las sociedades occidentales a lo largo del siglo XX, efecto evidente de los nuevos descubrimientos en la tecnociencia médica. Aunque nadie debería extrañarse que sean precisamente los aspectos más "dramáticos" los que dominen tanto en la literatura occidental como en el cine que trata de la ciencia y de los científicos. UNA TIPOLOGÍA SOBRE LA CIENCIA EN EL CINE. Volviendo a Hayes y su tipología, ésta se concreta en seis formas arquetípicas de presentar al científico y su actividad en la narrativa occidental, ya sea literaria o cinematográfica. Usando las mismas denominaciones que sugiriera Hayes, tendríamos: 1. El alquimista Se trata del científico visto como un maníaco obsesionado con la consecución de su objetivo, una persona que se arriesga a descubrir nuevos saberes y artefactos que resultan, casi siempre, peligrosos. Ejemplo de este tipo lo componen las imágenes ofrecidas por la literatura y el cine de sabios o científicos como Fausto, el doctor Frankenstein o el más moderno Dr. Herbert West de una película más reciente como "Reanimator" (1985) 2- El sabio despistado En este caso, las dificultades de la tecnociencia y la gran dedicación que se le supone, llevan al científico a un cierto distanciamiento de la realidad cotidiana. Se convierten en personas que "no tocan con los pies en el suelo", que incluso llegan a ignorar sus responsabilidades sociales, aunque, en el fondo, casi siempre resultan mucho más cómicos que siniestros. Ejemplo evidente lo sería el doctor Zarkoff del cómic Flash Gordon, sobre todo en la versión cinematográfica producida por Dino de Laurentis; y otros muchos tipos clásicos en el cine, como el despistado profesor que interpretó Fred McMurray de "Un sabio en las nubes" (1961) o el loco profesor que interpretaba Jerry Lewis en "El profesor chiflado" (1963), ambas películas con versiones recientes (ambas en 1997) pero, claramente, menos interesantes. 3- El científico romántico Se trata esta vez de la versión más clásica (y también, si puede decirse, más caritativa) con la imagen de cómo la obsesión científica pasa por delante de todo, incluso del amor, de los intereses crematísticos, etc. Se trata de una imagen ambivalente que suele presentar al científico como un ser deficiente en el aspecto emocional, al tiempo que se le ve, también, como un ser admirable por su dedicación exclusiva a una actividad difícil: la tecnociencia. Aunque, como era de esperar, el dramatismo de la narración encuentra su mejor acomodo en el aspecto fáustico y prometeico de los peligros que suele desencadenar la actividad del científico. Ejemplos evidentes lo son el mismo doctor Frankenstein tantas veces citado, el doctor Moreau o el hombre invisible (procedentes ambos de novelas de H.G. Wells también llevadas al cine). 4- El héroe aventurero En este tipo se recoge el aspecto aventurero de la ciencia, presentando la figura del científico como el arriesgado explorador de nuevos territorios físicos o intelectuales. Suele ser presentado como un héroe carismático, a menudo excéntrico y a veces irascible y parece, según Hayes, típico de periodos optimistas con una visión general de confianza en la ciencia. Ejemplos de este tipo de científicos lo son algunos personajes de Jules Verne, el Viajero del tiempo de "La máquina del tiempo" (1895) H.G. Wells (llevada al cine por George Pal como "El tiempo en sus manos" en 1960), el doctor Quatermass (de la serie cinematográfica iniciada con "El experimento del doctor Quatermass" de 1955) o el doctor Who de la serie homónima de televisión británica (entre 1963 y 1969). 5- El científico desvalido En este caso, se trata del científico, a menudo tenido por irresponsable y casi siempre creador de problemas, que pierde el control de sus actos y, sobre todo, de las consecuencias de los mismos. Su actuación comporta, casi como un corolario inevitable, su situación posterior de invalidez y desamparo, otra manera de tratar de los "peligros" de la ciencia en el marco de esa visión casi siempre negativa que la literatura y el cine han dado de la ciencia y sus practicantes. De nuevo Frankenstein parece un referente evidente, aun cuando la figura resulta mucho más adecuada para el doctor Jeckyll y su irresponsable aunque posiblemente involuntaria transformación en Mr. Hyde. 6- El científico idealista Otra posibilidad es la de presentar al científico como alguien preocupado por los aspectos éticos y humanos de su actividad, aceptándose que puede causar problemas, aunque ésta no sea su intención ya que le mueven designios más elevados y, a menudo, éticos y solidarios con la especie. En este tipo se da una imagen positiva del científico como una persona buena y de confianza, algo parecido al imaginario social construido sobre el doctor Albert Einstein. Ejemplos evidentes en el cine lo son el pacífico doctor que interpreta Sam Jaffe en "Ultimátum a la Tierra" (1951), el doctor Morbius de "Planeta prohibido" (1956) o el doctor Lovell de "Naves misteriosas" (1971). Como todas las tipologías puede parecer parcial y sesgada y, en este caso, creo que resulta también algo repetitiva; pero el trabajo de Hayes resulta central para entender la manera general como la literatura y el cine occidental han tratado la figura del científico. Aunque, evidentemente, hay siempre casos aislados con un tratamiento más exacto y correcto. Pero, desgraciadamente, no son la mayoría. Para leer: Ensayo - From Faust to Strangelove: Representations of  Scientists in Western Literature. Roslynn D. Hayes. Baltimore (M.D. EEUU). John Hopkins University Press. 1994.
Miércoles, 01 de Octubre de 2008 | Imprimir | PDF |  Correo electrónico
Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
En marzo de 2004 les recordaba aquí a esos hombres y mujeres "anuméricos" de que nos habló John Allen Paulos en su libro "El hombre anumérico: el analfabetismo matemático y sus consecuencias". En cierta forma volveremos a tratar aquí el tema del anumerismo pero esta vez con uno de los ejemplos referido al agua. Les recuerdo que, como les decía hace un par de meses, en julio estuve invitado en la Expo de Zaragoza para hablar del agua en la ciencia ficción. Lo hice en una mesa redonda compartida con Javier Armentia, director del Planetario de Pamplona quien habló del "agua más allá de las estrellas". Javier, como buen escéptico, nos habló también de los "timos acuosos", es decir de algunos usos y abusos en torno al agua en nuestra sociedad actual tan mercantilizada, donde hay gente capaz de vender incluso polvo como supuesto extracto de agua. Desde el racionalismo y en la línea de la duda metódica cartesiana tan típica de la ciencia moderna, el escepticismo de Javier le llevó a comentar algunos de los fenómenos asociados a absurdas creencias sobre el agua: los supuestos poderes del agua magnetizada, esa agua supuestamente más viscosa llamada "poliagua", una misteriosa agua "biohidratada" conocida como ""aquafotónica" y su uso como milagroso bálsamo de Fierabrás, agua que cristaliza "ideológicamente" a la manera de Masaru Emoto, el agua en polvo antes citada y, evidentemente, no dejó de recordar el esencial papel del agua en la homeopatía de la que trataremos después. Pero, antes, déjenme compartir con ustedes un nuevo ejemplo, ¡flagrante!, de anumerismo que acabo de "pillar" en la tele. Anumerismo en la Liga de Campeones Escribo el jueves 28 de agosto, antes de que se celebre el sorteo que va a decidir los antagonistas de los equipos españoles (Real Madrid, Villareal, Barcelona y Atlético de Madrid) en esa competición de futbol llamada ahora "Liga de Campeones", pero que todos los de una cierta edad conocemos como la Copa de Europa. Imagino que esto de la Liga de Campeones ha de ser algo muy importante, al menos a juzgar por el tiempo que le han asignado hoy y estos últimos días los distintos telediarios que he podido ver. Pero, al margen de la importancia real de esa competición futbolística, bueno es que sepan ustedes que el sorteo se hace entre 32 equipos reunidos en cuatro grupos (a ocho equipos por grupo, claro). Cada equipo de un grupo debe jugar, en una primera liguilla eliminatoria, con un equipo de cada uno de los otros tres grupos, con la salvedad de que, en esta primera ronda, no pueden jugar en la misma liguilla dos equipos de un mismo país. Pues bien, un locutor, para romper el hielo supongo, le preguntaba al especialista en deportes de TV3 las expectativas que el Barcelona podía tener en este sorteo. La respuesta fue una maravilla de anumerismo: "Las posibilidades son infinitas". Lo que viene a decir que el sistema de numeración de ese locutor es del tipo: "uno, dos, tres, infinito"... y pare usted de contar. En realidad, las posibilidades, sin tener en cuenta la limitación de que en la primera liguilla haya dos equipos de un mismo país son, simplemente: 8*8*8=512, lo que resulta, al menos para mí, bastante alejado del infinito... Y si, además, se tiene realmente en cuenta eso de que en la primera liguilla no hay dos equipos del mismo país, las posibilidades para el Madrid y el Barcelona (que comparten el mismo grupo) son de: 8*7*7=392 o, en el caso del Villareal o el Atlético de Madrid van a ser tan solo: 6*7*8=336, lo que, a mis ojos sigue estando aún más lejos del infinito (si ese concepto de "estar lejos del infinito" tiene algún sentido...). Anumerismo televisivo se llama la figura... Añadan, si quieren, este caso a su lista "ejemplar" de anumerismo junto con el chiste de la revista Lecturas o la irrespetuosa visita al corpore insepulto de la Lola Flores de que les hablaba en marzo de 2004... Los números en la homeopatía Otro buen ámbito para contemplar esa parece que irremediable distancia entre la mayoría de los seres humanos y los grandes números es el de la homeopatía. Vaya por delante que mi discurso va a ser, esencialmente, numérico, no médico. No se me oculta que algunos seres humanos hallan satisfacción y cura en los preparados homeopáticos y no voy a ser yo quien intente convencerles de que es muy posible que no les hagan ningún efecto (aunque personalmente no tengo claro qué efecto puedan hacerles...). Sé muy bien que el cuerpo y, sobre todo, la psique humana es muy compleja, y que dispone de mecanismos propios de curación. Unos mecanismos que logran, por ejemplo, que el llamado "efecto placebo" siga siendo muy poderoso, aunque incomprendido. Si realmente hay curaciones con los preparados homeopáticos, en mi opinión posiblemente cura más "creer" en la homeopatía que la homeopatía misma. Al menos a cualquiera que tenga alguna idea del número, se le ha de hacer difícil entender cuál pueda ser el procedimiento por el cual los preparados homeopáticos puedan curar: haciendo números parece ser que sólo hay agua en esos preparados supuestamente curativos... Veámoslo. La homeopatía, arranca de los estudios y enseñanzas de su "inventor", Samuel Hahnemann (1755-1843), establecidos desde 1796, aunque fue su hijo Frederick quien impulsó el desarrollo de las prácticas homeopáticas. Las ideas base son sencillas y se podrían sintetizar en dos afirmaciones o "leyes". - la ley de la similitud que establece que "lo similar cura a lo similar". Aunque hay que tener en cuenta las cantidades para no dañar... De ahí la voluntad de usar disoluciones. - la ley de las diluciones extremas: que establece que un medicamento o sustancia activa puede mantener sus propiedades y provocar sus efectos aún cuando se disuelva mucho. Con esas ideas en el trasfondo, la práctica homeopática (sucintamente explicada) viene a decir que conviene ir haciendo soluciones de soluciones de una determinada sustancia activa en el agua. El producto final, tras muchas disoluciones seguidas, es el que se usa como preparado presuntamente curativo. Pongamos números al asunto. Tal como decía Hahnemann hay que tomar, por ejemplo, una parte de sustancia activa y 99 partes de agua. Esto nos da una solución (obtenida brillantemente por agitación o "sucusión") de un 1 por 100, es decir de 10-2, que abreviaremos como CH1, entendiendo este CH como una solución al uno por ciento. Ahora, progresando en el proceso de disolución para alcanzar la mezcla homeopática (lo que suele llamarse "potenciación"), podemos obtener una solución CH2 con sólo unir una parte de la solución CH1 antes elaborada y 99 partes adicionales de agua. La solución CH2 es, evidentemente, si la "sucusión" está bien realizada..., de un 1 por 10.000 o, en notación matemática, de 10-4. Y así vamos repitiendo los pasos tantas veces como se quiera. Evidentemente, las sucesivas soluciones serán llamadas CH3 (10-6), CH4 (10-8), CH5 (10-10) etc. etc.. O, si queremos, en general, según el proceso antes indicado: CHn es una solución a la 10-2n. Hay preparados homeopáticos que hacen alarde de ser CH20, CH50 o incluso mucho más. Pero basta, como sugería Javier Armentia en Zaragoza, detenernos en CH12 que, conviene recordarlo, no resulta particularmente brillante en el campo de los preparados homeopáticos (menos de CH20 parece incluso una chapuza para los homeópatas convencidos...) A partir de CH12 (es decir, de una solución a 10-24) la ciencia viene a decirnos que ya nada de la sustancia activa puede quedar en el vial homeopático que acabamos de comprar, ni siquiera aunque lo hayamos comprado en la farmacia... Y es que, en 1811, unos quince años después de la homeopatía de Hahnemann, Amedeo Avogadro fue capaz de establecer que el número de moléculas que caben en un mol de una sustancia era exactamente, en todas las sustancias, de 6,022 * 1023, lo que, justamente, conocemos desde entonces como "el número de Avogadro". Y conviene recordar que 18 gramos de agua forman ya un mol de agua.    O sea que en un vial de un preparado homeopático bien elaborado, es decir bien "potenciado" y "sucusionado",  a partir de CH12 es muy posible que no quede ni una sola molécula del principio activo. Si el vial no llega a los 18 gramos de agua (un mol) va a haber en él menos de 1024 moléculas y si hemos usado una disolución CH12, al 10-24, la cosa está bastante clara. Evidentemente en preparados homeopáticos "mejores", digamos que de CH20 o CH50, la cosa pinta muy pero que muy mal para los creyentes en la efectividad de la homeopatía ya que, en realidad, parecen creer en la efectividad curativa (para cualquier tipo de enfermedad...) del agua, ya que en esos niveles de "potenciación" no queda ni una sola molécula de la sustancia activa... No creen en la homeopatía, son seres anuméricos que creen en infinitas potencialidades curativas del agua... Así lo recoge, por ejemplo, Robert L. Park en su libro Ciencia o Vudú: de la ingenuidad al fraude científico que ya les cité en marzo de 2005 al hablar de "Ciencia ficción Vudú": [Samuel] Hahnemann [el «inventor» de la homeopatía en los siglos XVIII y XIX] utilizó un proceso de dilución secuencial para preparar sus medicinas. Diluiría un extracto de alguna hierba «natural» o mineral, exactamente una parte de medicina en diez partes de agua, 1:10, agitaría la solución, y volvería a diluir de nuevo en la misma proporción, resultando una dilución total 1:100. Si lo repite una tercera vez, tenemos 1:1.000, etc. Cada dilución añadiría otro cero. Repetiría el proceso muchas veces. Así se consiguen diluciones extremas. El límite de la dilución se alcanza cuando queda aún una sola molécula de la medicina. Más allá de este punto, no queda nada que diluir. En los remedios homeopáticos por ejemplo, una dilución de 30× es un estándar. La notación 30× indica que la sustancia fue diluida en proporción 1:10 y agitada, para después volver a repetir lo mismo hasta 30 veces. La dilución final tendría una parte de medicina por cada 1.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000 partes de agua. Esto estaría lejos del límite de dilución. Para ser precisos, en una dilución de 30× tendrías que beber 29.803 litros de la solución para esperar encontrar sólo una molécula de la medicina. En comparación con muchos preparados homeopáticos, incluso 30× es demasiado concentrado. El Oscillococcinum, un remedio homeopático estándar para la gripe, es un derivado del hígado de pato, pero su uso en homeopatía no amenaza a la población de patos. Su dilución estándar es de 200C. La C significa que el extracto está diluido en proporción 1:100 y agitado en 200 ocasiones. Como resultado tenemos una dilución con una molécula del extracto por cada 10400 moléculas de agua, es decir, un 1 seguido por 400 ceros. Pero sólo hay 1080 (un 1 seguido por 80 ceros) átomos en el universo entero. Una dilución 200C va mucho más allá del límite de dilución de todo el universo visible. Claro que cuando se les contó lo del número de Avogadro a los partidarios de la homeopatía, se apresuraron a encontrar otras posibles explicaciones. Tuvieron que reconocer, como no había otro remedio, que en el vial homeopático no queda ya ni una sola molécula del principio activo y eso, como antes he sugerido, convierte al agua en un peculiar bálsamo de Fierabrás o en la panacea universal ya que una misma sustancia., el agua, cura diversas enfermedades ya que, como es sabido, hay productos homeopáticos para todo tipo de dolencias. La explicación encontrada por los partidarios de la homeopatía, una explicación forzada (todo hay que decirlo) que rompe con todo lo que sabemos de la química y la física molecular, es nada más y nada menos decir que "la molécula de agua tiene memoria", y aunque en el vial no hay ya restos de sustancia activa, el agua "recuerda" su presencia y, además, ha adquirido sus propiedades curativas. ¿A que parece ciencia ficción? Téngalo en cuenta cuando compre agua... perdón, cuando compre cualquier preparado homeopático. Y eso con independencia de si los preparados homeopáticos le hacen efecto o no. La medicina tiene perfectamente establecido que el "efecto placebo" es muy poderoso. En el caso de la homeopatía, imagino que pagar por esa agua envasada en viales y considerarla un producto curativo puede aumentar la potencia del "efecto placebo"... El ser humano puede ser un misterio. Desgraciadamente, la homeopatía no es nada misteriosa: es agua. Números cantan. Para leer: Ensayo - Ciencia o Vudú: de la ingenuidad al fraude científico. Robert L. Park. Barcelona. Grijalbo, Arena abierta. 2001.
Lunes, 01 de Septiembre de 2008 | Imprimir | PDF |  Correo electrónico
Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
Con la llamémosle excusa de la Expo Zaragoza 2008, empezamos el mes pasado a hablar de ciencia ficción relacionada con el agua. O, también, con la carencia de ella... Y en este último sentido, la novela Dune de Frank Herbert y la larga serie a la que ha dado lugar, son el caso más paradigmático. Dune (1965) narra la mítica historia del planeta desértico Arrakis. En el desierto del planeta Arrakis (Dune), viven los prodigiosos "gusanos de arena" con los que se fabrica la "especia" que permite a los navegantes orientarse en el hiperespacio. También viven allí los freemen, los hombres libres del desierto, que conjugan la austeridad con un cierto culto casi obligado a la escasa agua de que disponen y que recogen en sus "destiltrajes" para poder aprovechar todo el líquido que pueda escapar de sus cuerpos, desde los orines al sudor... La novela fue Premio Nebula en 1965 (el primero de los otorgados a partir de entonces por la SFWA, Science Fiction Writers Association) y, también, premio Hugo 1966 (el Nebula lleva el año de la edición del libro, mientras que el Hugo lleva el año en que se concede, siempre a las novelas publicadas en el año anterior...). Muchos críticos y diversas listas realizadas por votación popular la han considerado durante bastantes años como la mejor novela del género, como así ocurrió en la votación de 1987 de los lectores de la influyente revista Locus. La obra de Herbert ha quedado marcada por el éxito sin precedetes de esta obra compuesta inicialmente por dos novelas breves aparecidas en la revista Astounding ("Dune World" aparecida en 1963 y "Prophet of Dune" en 1965). El libro obtuvo un gran impacto entre los aficionados y, sorprendentemente, un éxito inesperado también fuera del reducido mundillo de la ciencia ficción, sobre todo en los agitados campus universitarios estadounidenses de los años sesenta. Con el tiempo, Dune se convirtió en la primera entrega de una serie de calidad muy desigual y que, al menos en mi opinión, resulta claramente inferior a la excepcional novela inicial. La serie, que algunos consideran exageradamente dilatada por efecto del éxito de ventas, está formada por: 1- Dune (Dune) - 1965 2- Mesías de Dune (Dune Messiah) - 1969 3- Hijos de Dune (Children of Dune) - 1976 4- Dios Emperador de Dune (God Emperor of Dune) - 1981 5- Herejes de Dune (Heretics of Dune) - 1984 6- Casa Capitular: Dune (Chapterhouse: Dune) - 1985 los tres primeros aparecidos inicialmente por entregas en diversas revistas (Astounding, Galaxy y Analog, respectivamente) y los otros ya aparecidos directamente en forma de novela completa. En mi opinión, los libros a destacar son el primero (del que se asegura que sigue siendo el libro de ciencia ficción más vendido en el mundo) y el quinto. En particular, el cuarto título desmerece en mucho el nivel medio del conjunto. Dune trata esencialmente de la historia del surgimiento de un mesías en el seno de un imperio galáctico. Pero también es la historia de la ecología de un planeta sorprendente, Arrakis, cuya descripción supone el elemento de ciencia ficción hard de la novela, aunque está ampliamente inspirado en el mundo del desierto terrestre. Y todo ello salpicado por las intrigas políticas derivadas de la importancia político-económica de la especia utilizada por los navegantes espaciales para orientarse en su camino en el seno del hiperespacio. La especia es un producto que sólo se produce en Arrakis y precisamente debido a la ecología planetaria, ya que es extraída de los gigantescos gusanos de arena que viven en el desierto de Arrakis. Junto a ello, Dune ofrece un continuo desfilar de intrigas políticas de ámbito galáctico, poderes psi, sectas religiosas (e incluso religioso-sexuales...) femeninas y una revolución y una cultura (la de los fremen) amparada en una religión y muy inspirada en el mundo islámico y su jihad. Posiblemente ninguno de los elementos que componen Dune sea original, pero es su conjunción bajo la importancia del elemento religioso y la crucial ecología del planeta lo que confiere a la obra su indudable interés y atractivo, al que tampoco es ajeno el continuo sucederse de intrigas políticas de gran alcance y el carácter de mística saga familiar. La edición en castellano apareció primero en Ediciones Acervo que publicó los tres primeros volúmenes de la serie en los números 4, 14 y 24 de su colección durante los años 1975 a 1977. Posteriormente, en los años ochenta fue reeditada y continuada en las colecciones de Ultramar y luego ha tenido otros editores. Como tal vez no podía haber sido de otra manera, Brian Herbert el hijo y heredero literario del autor de Dune, descubrió que tenía un filón en las manos. Por eso, a la muerte de Frank Herbert, decidió continuar escribiendo sobre el universo de ficción de Dune. Con la ayuda de un buen escritor como es Kevin J. Anderson, han publicado ya diversas trilogías ambientadas en el universo de Dune que, al amparo del éxito previo de las novelas de su padre, han llegado en algunos casos nada más y nada menos que a las listas de best seller del New York Times. Las trilogías aparecidas son historias previas a las narradas en Dune ("precuelas" en la rara denominación que arranca de la denominación inglesa: "prequels") y, hasta la fecha hay dos completas y una en curso: Preludio a Dune:             Dune: la casa Atreides (Dune: House Atreides, 1999)             Dune: la casa Harkonnen (Dune: House Harkonnen, 2000)             Dune: la casa Corrino (Dune: House Corrino, 2001) Leyendas de Dune             Dune: la yihad butleriana (Dune: The Butlerian Jihad, 2002)             Dune: la cruzada de las máquinas (Dune: The Machine Crusade, 2003)             Dune: la batalla de Corrin (Dune: The Battle of Corrin, 2004) Héroes de Dune (en curso de publicación)             Paul of Dune (prevista para septiembre 2008 en los EEUU) Puestos a ello, Brian Herbert y Kevin J. Anderson han escrito también un volumen "paralelo" a las historias de Dune, a partir de una historia que arranca de un relato del mismo título escrito por el creador original de la serie: The Road to Dune (2005) y, lo que resulta todavía más arriesgado, dos nuevas novelas que vienen a ser la posible continuación de la serie de seis escrita originalmente por Frank Herbert: Hunters of Dune (2005) y Sandworms of Dune (2006). Según dicen sus autores, estas dos últimas novelas parten de notas dejadas por Frank Herbert y, en mi opinión, rescatan lo mejor de la serie de Frank Herbert en un intento de "cerrar" la saga de manera seria e intentando tener en cuenta todos los elementos que aparecían en ella. De alguna manera estas dos últimas entregas de la larga saga se presentan, en su conjunto, como Dune 7, la séptima novela de la saga original. Evidentemente, la serie y la misma idea del mundo desértico de Dune con su inesperada importancia económica en el ámbito galáctico gracias a la especia han tenido un gran impacto en los lectores. Sin olvidar su peculiar característica, ligada a un ambiente desértico, a un mundo sin agua con una ecología ad hoc. Hay muchos y muy ricos elementos en la saga de Dune para atraer el interés del lector: los gusanos de arena, la cultura de los hombres libres del desierto o freemen, las intrigas políticas a escala galáctica, los alicientes que pueda generar la figura de un mesías en cierta forma llegado a crear por designio de un grupo político-religioso como la secta de las Bene Gesserit, la aparición también de otra especie de "iglesia", de nuevo formada por mujeres que usan en este caso sus atractivos sexuales para obtener poder sobre los varones (que creer ejercer un dominio que, en realidad, es de las Honoratas Madres...) y un largo, larguísimo, etcétera, explican la riqueza de esta serie que empezó con un buen libro en 1965 y que sigue en activo. Como no podía ser de otra manera, Dune (la serie inicial de Frank Herbert) llegó al cine, primero de la mano de un director de culto como David Lynch quien, en 1985, hizo una primera película (Dune) un tanto compleja por la dificultad de "meter" en dos horas tanta riqueza temática. Por eso, la miniserie de televisión escrita y dirigida por John Harrison en 2000 (Frank Herbert's Dune), es ya bastante más larga en su duración (una miniserie en tres partes) y tal vez por ello más comprensible. El éxito ha hecho que se continuara filmando la serie y, hasta hoy, la última entrega es Frank Herbert´s Children of Dune (2003, otra miniserie en tres partes) sobre el segundo libro de la saga también escrita para televisión por John Harrison pero dirigida estavez por Greg Yaitanes. Junto a todo ello, existe también una enciclopedia sobre el mundo de Dune (The Dune Encyclopedia, 1984), juegos de cartas, juegos de rol y casi todo lo imaginable en merchandising para un fenómeno tan amplio (y todavía inacabado) como el que empezó una novelita corta de Frank Herbert, allá por 1963, Dune World aparecida en la revista Astounding. No es poca cosa en cuarenta y cinco años para proceder toda de ese relato seminal... La torna La torna era el trocito de pan que, hace años, muchos años, las panaderías añadían a la barra de pan que uno compraba si ésta no llegaba al mínimo peso requerido por la ley. Es como un añadido... En este caso, les recuerdo aquí algo de lo que creía haber hablado mucho antes en esta sección y que, según parece, sólo comenté en Marzo de 2008 (sí, hace sólo unos pocos meses) al hablar de la muerte de "Arthur C. Clarke y los problemas del cálculo". Y tiene que ver con Dune. Ahí les decía (y ahora simplemente lo repito en aras a la completitud de este texto  sobre Dune...): Problemas de cálculo La astronomía y la astronáutica exigen un cierto volumen de cálculos matemáticos no siempre fáciles ni de inmediata resolución. Incluso el llamado problema de los tres cuerpos, uno de los más inmediatos a considerar en astronomía, plantea no pocas dificultades de cálculo. Pero lo francamente curioso es como la ciencia ficción, una de cuyas temáticas centrales ha sido, es y será siempre el viaje espacial, ha evitado durante mucho tiempo el recurso a los ordenadores y a sofisticados aparatos de cálculo. Salvo honrosas excepciones, la ciencia ficción de los años dorados ha sido capaz de imaginar un viaje espacial por completo ajeno a las dificultades del cálculo de, por ejemplo, complejas trayectorias interplanetarias. Hoy se han cumplido ya más de sesenta años del que pasa por ser el primer ordenador electrónico: el ENIAC (Electronic Numerical Integrator And Computer), desarrollado por John W. Mauchly y John Presper Eckert en la Moore School de la Universidad de Pensilvania. La imagen del ENIAC, reproducida en el New York Times del 16 de febrero de 1946, se alojó durante mucho tiempo en el imaginario popular. Treinta toneladas, 18.000 válvulas y una habitación de 10 x 20 metros llena de maquinaria, crearon la idea de los ordenadores como máquinas enormes. Durante muchos años, nadie imaginó ordenadores pequeños y potentes como los de hoy. Ni siquiera la ciencia ficción. Por ello, conscientes de lo caro que resulta superar el llamado "pozo de gravedad terrestre" que cifra en 11,2 km/seg la velocidad de escape para huir de la atracción gravitatoria del planeta, todos los autores, tal vez con la imagen del ENIAC en el fondo de su cerebro, se resistieran a pensar que una máquina como ésa (recordemos: 30 toneladas) pudiera encontrarse en una nave espacial. Supongo que imaginaban que el coste de elevar 30 toneladas más sería prohitivo. La realidad es que, hasta mediados de la década de los sesenta, hay muy pocas referencias a los ordenadores como tales en la astronáutica de la ciencia ficción. Incluso una famosa novela como Dune (1965) de Frank Herbert recurre a un viejo y tradicional esquema de la ciencia ficción evitando la presencia de ordenadores en las naves espaciales. En el caso de Herbert, la capacidad de cálculo no reside en máquinas, está concentrada en unos seres especialmente entrenados y capacitados para el cálculo mental: los "mentat". Esos que, en la iconografía del film de 1985 dirigido por David Lynch, tenían unas cejas incluso más espesas que las de Breznev... Herbert seguía en eso, como se ha dicho, un viejo cliché de la ciencia ficción. Un cliché incluso anterior al ENIAC. Se trata del recurso a los calculadores humanos especialmente dotados, que parece proceder de un relato de Robert A. Heinlein publicado en 1939. En efecto, Libby el protagonista de Misfit (inadaptado), es un joven extraño que tiene una excepcional habilidad para el cálculo mental y, durante una misión de terraformación de un asteroide, se encargará de suplir al calculador mecánico de la nave cuando éste se avería. Bendita inocencia esa de imaginar que los humanos podrían ser mejores para el cálculo que potentes máquinas especializadas. ... Y nada más. Sólo añadir que, entre tantas cosas: ecología planetaria, sectas religiosas, viaje por el hiperespacio, grupos de seres libres o fremen, intrigas políticas a escala galàctica, etc. hay en Dune también una reflexión poco optimista (vieja y un tanto obsoleta: se pensó en los inicios de 1960, cuando la informática era otra cosa...) sobre las limitaciones del cálculo automático... Tal vez hablemos de ello más adelante. La ciencia ficción tiene otras visiones no tan pesimistas... De momento: Buenas vacaciones. Para leer: Ficción - Dune (1965), Frank Herbert, Barcelona, Acervo ciencia/ficción, núm. 4, (1975). y un largo etcétera (ver el detalle en el texto). Para ver: Ficción - Dune (1984), Director: David Lynch, Universal, E.E.U.U. - Frank Herbert's Dune (miniserie TV) (2000), Director: John Harrison, Sci-Fi Channel, E.E.U.U. - Frank Herbert's Childrens of Dune (miniserie TV) (2003), Director: Greg Yaitanes, Sci-Fi Channel, E.E.U.U.
Viernes, 01 de Agosto de 2008 | Imprimir | PDF |  Correo electrónico
28. 54. Agua
Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
Este verano está en marcha la Exposición Internacional de Zaragoza, la que se conoce con el nombre "Expo Zaragoza 2008", dedicada temáticamente al agua y al desarrollo sostenible. El día 13 de julio, fui invitado a participar en el Ágora de la Tribuna del Agua, en una sesión que compartí con Javier Armentia, astrofísico y director del Planetario de Pamplona. Tratamos genéricamente de "Agua más allá de las estrellas" y, lógicamente, incluso sin haberlo pre-asignado con anterioridad, Javier se centró en el tema del agua en la astronomía, mientras que yo acabé hablando de algunos de los muchos tratamientos que ha tenido el agua en la ciencia ficción. Empecemos por esta última parte, sin que ello sea óbice, cortapisa o valladar para seguir, tal vez en los próximos meses (y con mayor puntualidad, ya que no tendré la excusa de la Expo...), con otras cosas relacionadas con el agua que también surgieron en el ágora de la Tribuna del Agua zaragozana. Vaya por delante que la Expo de Zaragoza es, por su temática, algo casi imprescindible, sobre todo a estas alturas del siglo XXI y con la amenaza del calentamiento global como moderna espada de Damocles que pende sobre nuestras cabezas. Aunque tengo que decir que la Expo me pareció casi "suave" en comparación con, por ejemplo, la brillante y admonitoria exposición que Ramón Folch había montado en el Forum de las Culturas barcelonés de hace unos años. Pero, sea como sea, planteados de forma "suave" o más agresiva, los temas de la Expo, agua y desarrollo sostenible, resultan, como decía antes, algo del todo imprescindible ante los serios problemas medio-ambientales y de sostenibilidad que se nos presentan. En 2008, es ya normal que el discurso general acepte con facilidad el tema del cambio climático (yo prefiero hablar de calentamiento global antropogénico...). Hay, es lógico, quienes no lo ven del todo claro o que dudan si el procedimiento que se promueve para enfrentarnos a esa posible calamidad es el mejor o no, pero ése no es el tema que ahora me interesa. El Premio Nobel de la Paz de 2007 fue otorgado, sí, a Al Gore, pero y sobre todo a los científicos del IPCC (Intergovernmental Panel on Climate Change - panel intergubernamental sobre el cambio climático) representados en Oslo, en el acto de la concesión del Nobel, por su director de entonces K. A. Pachauri. El IPCC, activo desde 1988, ha elaborado ya cuatro grandes informes (en 1990, 1995, 2001 y 2007) sobre los peligros del calentamiento global del planeta y ha elaborado diversos escenarios que plantean diversas posibilidades de aumento del nivel del agua del mar. Algo de eso imaginaron los guionistas de la película Waterworld (1995) dirigida por Kevin Reynolds y protagonizada por Kevin Costner. Posiblemente a partir de informaciones ya presentes en el primer informe del IPCC, los guionistas Peter Rader y David Twohy inician la película con una curiosa transición: el logo de la productora, la Universal, era precisamente un planeta Tierra en rotación rodeado por las letras "universal". Pasados los primeros treinta segundos, esas letras desaparecen y, paulatinamente, las aguas de los océanos empiezan a cubrir los continentes, la imagen se centra en los casquetes polares formados por hielo que está fundiéndose mientras una voz en off cuenta como esos casquetes polares se han fundido y por ello ha aumentado el nivel de agua en todas partes, lo que ha convertido nuestro planeta en un nuevo mundo de agua: Waterworld. Mi compañero Manuel Moreno, me hizo conocer que algunos cálculos realizados, según parece este mismo año 2008, hacen ver que ese aumento del nivel de los océanos es claramente exagerado. Parece que la fusión completa del casquete glacial de la Antártida Occidental supone el paso de hielo a agua en cantidad suficiente para elevar unos 5,8 metros el nivel medio de los océanos. Más estudios aseguran que, de forma parecida, la fusión del casquete de Groenlandia supone un incremento adicional del nivel medio de unos 7,3 metros, mientras que si se llega a fundir completamente el casquete polar de la Antártida Oriental eso podría suponer otro incremento de unos 51,8 metros más. En conjunto, sería un aumento de nivel de unos 64,9 metros, suficientes, por ejemplo, para ocultar la Giralda de Sevilla pero claramente insuficientes para cubrir algunos de los edificios más altos del sky line neoyorkino como el clásico Empire State Building o el viejo Everest... Licencia poética se llama la figura... Afortunadamente, las previsiones del IPCC para el siglo XXI dan como aumento máximo del nivel del mar unos seis metros (una cifra posiblemente exagerada: se da tan solo en el peor escenario...). Nada que temer, al menos en el sentido de convertir nuestro planeta en un "waterworld" a lo largo de este siglo XXI. Aunque, eso sí, un aumento de sólo unos centímetros con el aumento de temperaturas que le acompaña ha de ser una fuente de problemas sin fin, al menos para los que estamos en la cuenca Mediterránea (parece ser que en Siberia no lo ven tan mal esto del cambio climático y del calentamiento global: tal vez el aumento de temperaturas que se prevé, de no paliarse, haga que se pueda sacar algo de allí...). En cualquier caso, la película Waterworld, que pasa por ser uno de los grandes fracasos de taquilla del cine más reciente, empezaba bien. Aunque después se encerraba en una absurda novela de aventuras algo violentas que poco aportaban para aumentar su interés. Personalmente diría que el interés de la película casi se acaba en el minuto tres tras la segunda secuencia que paso a describir. Tras la escena con la voz en off contando la fusión de los casquetes polares, vemos una especie de catamarán en medio del agua y, cuando la cámara se acerca a él, se inicia una brillante y didáctica escena. Vemos la mitad inferior de una botella de plástico rota en la que cae un chorro de líquido. La presencia de unas piernas nos hace comprender que ese líquido son los orines de un hombre (Kevin Costner) quien, una vez satisfecha esa necesidad fisiológica, aborda otra también imprescindible: toma la media botella con los orines, echa el líquido en un artilugio con probetas y tuberías de viejos laboratorios de química, le da a un manubrio para acelerar o inducir el proceso y acabamos viendo como caen gotas de agua en un pote situado en una posición inferior. Luego, vemos la mano de Costner que toma ese pote, lo eleva a sus labios (en ese momento es la primera vez que le vemos la cara) y lo bebe con fruición. Inteligente y gráfica manera de decir que, si los casquetes polares se han fundido, se han disuelto en el agua salada de los océanos y se ha perdido gran parte de la escasa cantidad de agua no salada y "bebible" que hay en el planeta (según la Expo Zaragoza 2008, tan solo un 2,5% del total del agua del planeta). Por eso en un waterworld hay que aprovechar todo líquido, incluso los orines, para no perder la escasa agua "bebible" que pueda estar a disposición de los humanos, ya que la disolución del hielo de los casquetes polares en los océanos salados lleva aparejada, además del posible aumento del nivel de los mares, la pérdida de la mayor parte del agua "bebible" en el planeta. Suerte que el sol con su proceso de evaporación, nubes y precipitaciones acabará devolviéndonos algo de agua aprovechable. En cualquier caso, los guionistas de Waterworld nos enseñan, ya desde los primeros momentos, que en situación de escasez de agua hay que aprovechar todo líquido disponible, y no perderlo... Aunque eso es algo que ya nos enseñó Frank Herbert en su famosa novela Dune (1965): la mítica historia del planeta desértico Arrakis. En el desierto de Arrakis (Dune), viven los prodigiosos "gusanos de arena" con los que se fabrica la "especia" que permite a los navegantes orientarse en el hiperespacio. También viven allí los freemen, los hombres libres del desierto, que conjugan la austeridad con un cierto culto casi obligado a la escasa agua de que disponen y que recogen en sus "destiltrajes" para poder aprovechar todo el líquido que pueda escapar de sus cuerpos, desde los orines al sudor... Aunque, dada la extensión que está tomando este texto, parece recomendable dejar este tema para el próximo mes: hablaremos de Dune, una de las mayores series de la ciencia ficción moderna y de las dos versiones fílmicas que de ella se han hecho: la de David Lynch en 1985 y la miniserie de televisión, bastante más larga y tal vez por ello más comprensible..., que hizo John Harrison en 2000. Aunque, como ya se ha dicho: esta es otra historia. La de la ciencia ficción que dio en llamarse "ecológica". Les emplazo para el próximo mes. Para leer: Ficción - Dune (1965), Frank Herbert, Barcelona, Acervo ciencia/ficción, núm. 4, (1975). Para ver: Ficción - Waterworld (1976), Director: Kevin Reynolds, Universal, E.E.U.U. - Dune (1984), Director: David Lynch, Universal, E.E.U.U. - Dune (miniserie TV) (2000), Director: John Harrison, Sci-Fi Channel, E.E.U.U.
Martes, 01 de Julio de 2008 | Imprimir | PDF |  Correo electrónico
Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
Desgraciadamente la corriente llamada cyberpunk parece haber sido siempre más bien timorata al imaginar los potenciales efectos de tecnologías de gran capacidad de impacto social como la informática, las redes globales como Internet, la inteligencia artificial y un largo, larguísimo, etcétera. Ni siquiera el mismo William Gibson o Bruce Sterling, sin duda los mejores autores de este cyberpunk tan publicitado por sus editores, han explotado adecuadamente el nuevo filón especulativo de los mundos de la informática y sus nuevas posibilidades. Pero, afortunadamente, las cosas van cambiando poco a poco y, al margen de banderías comerciales que poco o nada dicen, nos encontramos ya con verdaderos autores de ciencia ficción que no temen dejar correr su imaginación por los nuevos mundos digitales. Algunos les etiquetan como post-cyberpunk y, muy posiblemente, Greg Egan y Neal Stephenson podrían ser sus mejores abanderados. Tal vez el más característico de todos ellos sea el australiano Greg Egan, uno de los pocos autores de ciencia ficción que dispone de un riguroso conocimiento de la tecnología informática actual. Sus novelas, siempre respetuosas con la realidad científica y tecnológica conocida, incluyen también arriesgadas e interesantes especulaciones. En Ciudad permutación (1995), Egan imagina que a mitad del siglo XXI, será posible escanear una mente humana y almacenarla en un ordenador como una "Copia". Esas Copias pueden controlar el entorno de realidad virtual en el que se encuentran, y llevar una vida en todo análoga a la que nosotros conocemos existiendo a su modo en un universo virtual que es, en todo, simulación del nuestro. La primera pregunta es inmediata y de naturaleza filosófica: ¿dónde reside la personalidad? El hecho de la existencia simultánea de un ser humano y una Copia (o de diversas Copias...) la plantea de forma particularmente agresiva. Diré, un tanto de pasada, que Egan introduce la llamada Dust Theory (la Teoría del Polvo), según la cual la consciencia humana (o al menos la de las Copias) no está localizada y, como el polvo, se distribuye en el espacio y el tiempo siendo, esencialmente, una cuestión de existencia de una estructura (pattern) y no de una localización concreta. En cualquier caso, las Copias son una forma evidente de superar la limitada duración de la vida humana. En la novela, los más ricos se almacenan como Copias, justo antes de su muerte, en una búsqueda más de la tan perseguida inmortalidad. Y con éxito: la vida como Copia satisface todas las necesidades. Es un estado final. Y parece duradero. Pero la pretendida inmortalidad de las Copias tiene su límite: está amenazada por la posible y tal vez inevitable desconexión de los ordenadores donde reside la compleja estructura que constituye la Copia y su entorno. El sistema informático en el que residen, depende del mundo real cuya energía debe alimentarlo. En la novela, se ofrece a un selecto grupo de Copias poseedores de las mayores riquezas, la posibilidad de vivir eternamente en un autómata celular que se auto-reproduce y expande y que ha de constituir la futura Ciudad Permutación que da título a la novela. Una idea extraña pero que responde a especulaciones científicas realizadas ya por Alain Turing y John von Neumann en los años cuarenta y cincuenta. Greg Egan se permite sólo imaginar su versión final: el autómata celular TVC (Turing, Von Neumann y Chiang) que aparece en la novela fruto de los trabajos de un tal Chiang en 2010. En el mismo autómata celular se aloja, además, una copia del Autoverso, un simulador que recoge un conjunto simplificado de leyes físicas y químicas y que, en definitiva, configura un universo digital simulado en el que, tras experimentar con una primera bacteria se acaba desarrollando toda una evolución alternativa a la de nuestro universo, vida inteligente incluida. El más singular tour de force de la novela reside en el hecho de que, en un mismo autómata celular TVC, coexistan la simulación de nuestro universo en el mundo de la Copias y el nuevo Autoverso basado en sus leyes simplificadas. Obviamente, por si faltara complejidad en una novela absorbente como pocas, se plantea de forma natural si uno de esos conjuntos de leyes, uno de esos universos en definitiva, va a prevalecer sobre el otro en el autómata celular donde ambos coexisten. Curiosa especulación que nos retrotrae al sentido de las leyes de la naturaleza y a la urdimbre última del universo. Eso es especulación de verdad y, sinceramente, un lujo comparado con la pobreza de miras de películas como Jonnhy Mnemonic que parece ser lo máximo que, en cine, ha sido capaz de sacar de sí mismo el alicorto cyberpunk que nos rodeaba. Evidentemente Ciudad permutación logró diversos premios importantes en la ciencia ficción: el John Campbell Memorial y, lógicamente, el premio Ditmar australiano. Pero Egan, al que un experto como Pedro Jorge Romero ha considerado como "un australiano perdido en la metafísica", no es el único que ha especulado con el universo alternativo digital y la vida digitalizada. Hay otros ejemplos, aunque más sencillos y cercanos a la realidad cotidiana. En la también premiada El experimento terminal (1995), el canadiense Robert J. Sawyer imaginaba un curioso experimento que también generaba una nueva vida en un universo digital. Creo que Sawyer dispone de una de las mejores formulas narrativas de la moderna ciencia ficción: novelas que deben mucho a unos personajes normales envueltos en una trama de misterio resuelta brillantemente con las técnicas habituales en los mejores thriller. Pero, en el caso de Sawyer,  esta vez la temática es la de la ciencia ficción rigurosa, muy  bien documentada, atractiva en lo científico pero siempre complementada con una interesante reflexión sobre las cuestiones morales y sobre la inevitable subjetividad de los comportamientos éticos y culturales. En unos tiempos en los que la tecnociencia y sus realizaciones modifican y alteran rápida y globalmente las condiciones de vida en todo el planeta, no es ocioso preguntarse sobre la moralidad y el componente ético de la actividad de científicos e ingenieros, sobre las consecuencias finales de sus obras y creaciones intelectuales. Y ésa parece ser la gran especialidad de Robert J. Sawyer, quien parece gozar, además, de una capacidad especulativa superior y de una facilidad explicativa y de divulgación de la ciencia que recuerda a la del mejor Asimov. Si Egan es profundo,  metafísico y un tanto críptico, Sawyer resulta sumamente realista, diáfano e incluso didáctico. En el caso de El experimento terminal (que seguramente debía haberse titulado en español como "El experimento final"...), todo empezó con el número de Mid-december de 1994, de Analog, Science Fiction / Science Fact (revista de la que sigo siendo devoto adepto...) que me sorprendió con la primera parte de un serial de Robert J. Sawyer. Se titulaba entonces Hobson's Choice y, tras su publicación en marzo de 1995 en forma de libro como The Terminal Experiment, estaba llamada a convertirse en finalista del premio Hugo de 1996, y en la flamante ganadora del premio Nebula 1995. De la misma forma que, antes, había obtenido el premio canadiense Aurora (que no decaiga el patriotismo...) y el Homer en el Forum de ciencia ficción de Compuserve. Basta decir que El experimento terminal presenta a un personaje "normal" (si eso tiene sentido...), el doctor Hobson, enfrentado a un problema digamos que también bastante "normal", la infidelidad de su esposa, en el contexto de una tecnociencia que tal vez pronto llegue a ser normal. Tras descubrir lo que puede ser la traza eléctrica del alma, el doctor Hobson pretende estudiar nuevos conceptos sobre la vida y la muerte. Lo hará gracias a simulaciones informáticas de su propio cerebro, para descubrir que las cosas pueden parecer normales pero no son nunca tan sencillas como parecen. En realidad, el doctor Hobson ha creado un monstruo. O mejor, en realidad ha creado tres. Para probar sus teorías sobre la inmortalidad y la posible existencia de vida tras la muerte, Hobson llega a crear tres simulaciones informáticas de su propia personalidad. Con la primera, de la que se ha eliminado toda referencia a la existencia física, intenta estudiar como sería una posible vida "etérea" tras la muerte física. Con la segunda, de la que se elimina toda referencia al envejecimiento y a la muerte, Hobson pretende estudiar como se vive con el sentimiento de la inmortalidad como algo intrínseco. La tercera simulación, sin alteración ninguna, es el control de referencia del experimento. Pero las tres simulaciones escapan al control de Hobson, huyen del ordenador en el que están confinadas y se alojan en la red informática mundial para vivir su propia vida. Y una de ellas resulta ser un asesino. Un asesino que, en realidad, lleva a cabo crímenes que la mente del mismo Hobson biológico puede haber imaginado e, incluso, deseado... Ésa es la idea, en el fondo una sencilla novela de misterio (encontrar al asesino es el objetivo...), con motivaciones sencillas, y con sencillas y a la vez interesantes aproximaciones al porqué de ciertas cosas. El experimento terminal justifica perfectamente el porqué de sus premios. Ambas, las especulaciones de Egan y de Sawyer, nos acercan a una nueva realidad que, tal vez (sólo tal vez...) la tecnología pueda hacer posible en un futuro más o menos lejano: si podemos vivir en el mundo virtual de la red, en un universo virtual, ¿cómo reconoceremos nuestra realidad en ese universo virtual? El obispo Berkeley se sentiría satisfecho... Para leer: - Ciudad Permutación (Permutation City -1994), Greg Egan, Barcelona, Ediciones B, Col. NOVA nº 118, 1998. - El experimento terminal (The Terminal Experiment - 1995), Robert J. Sawyer, Barcelona, Ediciones B, Col. NOVA nº 102, 1997.
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Cultura y matemáticas/Matemáticas y ciencia ficción
Autor:Miquel Barceló
Tras el jarro de agua fría del mes pasado (esa dificultad sobrevenida para mantener una relación sexual en condiciones de microgravedad), déjenme seguir este mes con otra de las mayores sensaciones de desánimo con que nos hemos encontrado quienes siempre nos hemos sentido interesados en la exploración espacial. En mi caso ha de ser evidente: aunque ahora me dedique a la docencia universitaria en temas de informática y tecnociencia y su inevitable relación con la sociedad, siempre me sentiré orgulloso de mi primera formación como ingeniero aeronáutico que completé después con la ingeniería aerospacial estudiada en el extranjero. Es lógico suponer que quien, en sus años mozos, optó por dedicarse a este tipo de cosas algún que otro interés había de tener en la exploración espacial. Y me temo que la afición e interés por la ciencia ficción (ambos heredados de mi padre...) no han de ser nada ajenos a tales decisiones de un adolescente desorientado que elige una carrera, sobre todo si, como es mi caso, no hay ningún precedente familiar. El problema es que para la exploración espacial el alejamiento de nuestro querido planeta Tierra (al que tan mal estamos tratando, por cierto...) es algo del todo necesario. De ahí la necesidad de aprender a vivir en condiciones de falta de gravedad o en microgravedad que, simplemente, son del todo ajenas a nosotros. Ya comentaba el mes pasado el problema de las dificultades para mantener una relación sexual en condiciones de ausencia de gravedad, y les hablaba de la complejidad de llegar a ser miembro de ese "club de los tres delfines" que parece del todo necesario para un intercambio sexual satisfactorio en condiciones de microgravedad. Pero hay más problemas asociados a la ausencia de gravedad. Menos lúdicos pero, me temo, mucho más definitivos que el de poder disponer de sexo satisfactorio. Conocemos los inconvenientes producidos, por ejemplo, por la descalcificación y otros problemas de tipo físico que se presentan cuando el ser humano ha estado bastantes días en condiciones de ingravidez. Así les ocurre a los astronautas y, sobre todo, a quienes pasan semanas y meses en estas condiciones como ocurre con algunos de los tripulantes que ha tenido y tiene la estación espacial internacional. Pero hay más. El 17 de abril de 1998, la lanzadera Columbia iniciaba una misión científica de 16 días que incluía una serie de experimentos dedicados al estudio del sistema nervioso bajo el nombre genérico de Neurolab. Entre otras cosas, se estudiaron los efectos de la ingravidez en los seres vivos gracias a 16 ratones, 1514 grillos, 223 peces y 135 caracoles, una especie de mini-arca de un moderno Noé. Algunos de esos experimentos sobre la corteza cerebral fueron realizados, gracias al Neurolab, por investigadores del CSIC español como Javier de Felipe Oroquieta y Luis Miguel García Segura. Su trabajo se centró principalmente en ratones que tenían, en el momento de iniciarse la misión, sólo 14 días de vida y para los cuales la mitad de su desarrollo postnatal se produjo en el espacio, en condiciones de ingravidez. Se comprobó que, aunque el hecho no parecía afectar a los seres adultos, las crías de rata que estaban en el Neurolab durante su periodo de desarrollo habían sufrido cambios irreversibles en la corteza cerebral. Esos cerebros, aún inmaduros, se desarrollaron en el Neurolab de forma diversa a como suele ocurrir en la Tierra y, por ejemplo, parece que, cinco meses después de la misión, la coordinación de las patas de los ratones había quedado tan seriamente alterada que, a pesar de los muchos intentos, nunca llegaron a andar correctamente. Cuando me enteré, se me ocurrió que, con permiso de Neruda, era realmente capaz de escribir las líneas más tristes esa noche. Esos resultados científicos, esos descubrimientos podrían dar al traste con la idea, largo tiempo promovida por la ciencia ficción, de naves generacionales en las que viajar de un lado a otro de la galaxia durante largos períodos en los cuales se sucede el nacimiento y muerte de diversas generaciones. Si lo que se descubrió en 1998 se confirma (y no hay razón para no hacerlo...), esas nuevas generaciones, caso de nacer en situación de ingravidez, tal vez no se parezcan lo suficiente a nosotros mismos, tal vez no tengan nuestras mismas capacidades. Claro que siempre queda la posible solución de mantener en esas naves una gravedad artificial pero, la verdad, ya no parece lo mismo. Ni parece claro que sepamos hacerlo... Es triste, aunque, me temo, era de esperar. Somos como somos precisamente como resultado de la adaptación evolutiva que, hasta hoy, ha tenido siempre lugar en las condiciones habituales del planeta, gravedad incluida. Se dan, por ejemplo en las plantas, efectos de geotropismo positivo en las raíces y otros efectos de fototropismo que sólo han de ser posibles en condiciones como las que el planeta Tierra ha tenido durante los últimos millones de años. En cualquier caso, la evolución se ha hecho precisamente en esas condiciones y, tal vez, los resultados finales de lo que hoy somos (nosotros y todas las especies que pueblan la Tierra) incorporan esas condiciones de forma implícita y tal vez hasta ahora insospechada. Seguramente no seríamos, como seres vivos, igualmente viables en condiciones distintas. Eso es lo que, al menos para mí, vienen a decir esos experimentos del Neurolab. No deja de ser lógico que el hecho de alterar las condiciones en que ha trabajado la evolución durante milenios pueda llevar a que dejen de ser válidos los procesos de desarrollo establecidos a lo largo de eones. La gran maleabilidad de las primeras etapas del desarrollo y la compleja estructura de sistemas como la corteza cerebral (donde se localizan las funciones superiores del sistema nervioso) hacen comprensibles los efectos detectados en las pobres crías de rata del Neurolab o en los sistemas músculo-esqueléticos de los astronautas que han estado mucho tiempo en condiciones de baja o nula gravedad. Y no hay que olvidar que los tiempos característicos de la evolución se miden cuando menos por milenios, mientras que los tiempos del desarrollo tecnológico asociado al viaje espacial se miden posiblemente por décadas. Al ritmo que vamos, no habrá tiempo para que la evolución rectifique. No estamos hechos para vivir en condiciones de ausencia de gravedad... Tal vez para ir al espacio debamos modificarnos a nosotros mismos de forma parecida a como el protagonista de Homo Plus (1976) de Frederik Pohl dejaba que se alterase su cuerpo. Para explorar y vivir en Marte, nos decía Pohl, el Homo sapiens debería convertirse en un nuevo ser, tal vez incluso una nueva especie diseñada (el Homo plus del título castellano): un cosmonauta cyborg, mitad humano y mi­tad robot con mayores pul­mones para respirar una atmósfera enrarecida, ojos multi­facetados adaptados para ver en la gama de los infrarrojos, una piel casi aco­razada, alas añadidas para incorporar baterías solares que alimenten su mitad cibernética, y un largo etcétera de modificaciones. Un buen ejemplo tal vez posible gracias al hecho de que Marte, siendo un planeta, tiene gravedad. Si hay que cambiar, no lo hará la evolución, deberemos hacerlo nosotros mismos. No cabe estar tristes, hay trabajo por hacer. Y afortunadamente, pese a los muchos problemas éticos que surgen, la ingeniería genética es una opción que empieza ya a ser tratada en la ciencia ficción de la misma manera que Pohl se detuvo, principalmente, en analizar las modificaciones psicológicas que un cambio como el del Homo Plus pudiera producir en un intelecto humano que, por efecto de sus modificaciones, se sabe realmente "distinto" de los otros humanos. En cierta forma, nacida y evolucionada en la Tierra, tal vez nuestra especie no esté adaptada para soportar un largo viaje por el espacio en condiciones de ingravidez. Una solución a esa incapacidad físico-biológica de nuestra especie sería, como imaginó Tipler, que tengamos que explorar el espacio vecino por medio de sondas robóticas. Si al final lo hacemos con inteligencias artificiales capaces de autoreproducirse, tal vez acabemos poblando este rincón del universo con una especie de civilización de inteligencias artificiales y mecanismos de todo tipo que equivalgan a los "mecs" que dominaban la galaxia en la serie de novelas del Centro Galáctico de Gregory Benford y, muy en particular, en "Gran río del espacio" (1987). Quien no se consuela es porqué no quiere.... Para leer: - Homo Plus (Man Plus - 1976), Frederik Pohl, Barcelona, Editorial Bruguera, Col. Nova nº 64, 1976. - Gran río del espacio (Great Sky River – 1987), Gregory Benford, Barcelona, Ediciones B, Col. Nova nº 20, 1990.
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