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El ,sangaku,
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La Vanguardia, 31 de Enero de 2005
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MIQUEL MOLINA SÓLO LA PASIÓN del profesor puede rescatar las matemáticas del desastre educativo

Los sangaku son unos problemas geométricos grabados en tablillas que entre los siglos XVII y XIX se colgaban en el techo de los templos de Japón. Un samurái podía dejar allí suspendido su sangaku esperando que alguien, aunque fuera varias generaciones después, lograra resolverlo. Los había de diferente grado de dificultad, y algunos eran el equivalente japonés de teoremas occidentales. Por ejemplo, la fórmula de los círculos tangentes de Descartes, un problema tan sugerente que en 1936, reinterpretado por el premio Nobel de Física Frederick Soddy, dio lugar a un poema matemático llamado El beso exacto:"Cuatro círculos llegaron a besarse, / cuanto menores tanto más curvados, / y es su curvatura tan sólo la inversa / de la distancia desde el centro...".

Sirva esta introducción para recordar, ahora que andamos tan preocupados por el desapego de nuestros escolares hacia las matemáticas, que la asignatura siempre se ha podido abordar desde una perspectiva de entretenimiento y de juego. Que las mates pueden concebirse como un ejercicio poético y que, allí donde se han enseñado de forma lúdica, flexible, amable, inteligente, los resultados han sido tan espectaculares como lo demuestra el hecho de que las economías más avanzadas sólo importen a matemáticos orientales para programar su desarrollo futuro.

No faltan por aquí profesores que, sobresaliendo del marasmo administrativo en el que han sumido al sistema las sucesivas reformas educativas, están limpiando el buen nombre de las matemáticas al despojarlas de esa condición de asignatura de criba e imposición. "Lo del sangaku es sólo un ejemplo de lo que puede hacerse: dejarlo en la pizarra e invitar a la clase a resolverlo como un juego, sin evaluarlo, y planteando de entrada cuestiones fáciles para no crear en algunos alumnos un complejo de inferioridad", apunta el matemático y periodista científico Enrique Gracián. En su opinión, un paso importante es dejar de preocuparnos por la utilidad de las matemáticas, que asumamos que sirven sobre todo para generar un sistema de conexiones neuronales y proporcionar una satisfacción personal al individuo.

Los tiempos en que nuestro sistema educativo logró desprestigiar la asignatura de matemáticas convirtiéndola en un mero ejercicio de pasar por el tubo parecen en vías de superación, aunque en los estudios que comparan la capacidad de nuestros estudiantes con la de los de otros países seguimos pagando las consecuencias de anteriores desatinos. Claro que, si algo se ha mejorado, no es porque los ministros y consejeros de Educación hayan creado las condiciones idóneas para resolver nada, sino gracias al quijotismo de unos profesores que han antepuesto su pasión por los números o la geometría a su condición laboral precaria y socialmente infravalorada.

En la actualidad, y mientras no se dé el milagro de una legislación educativa consensuada y que muchos años dure, no nos queda más remedio que confiar en ese quijotismo. Animar a los profesores a que sigan intentando contagiar a sus alumnos el placer de resolver problemas o de meterse en el cuerpo de los protagonistas de los libros. Hubo un profesor de literatura que sembró el veneno de la lectura entre unos cuantos chicos y chicas de instituto a base de convertirse él mismo en un personaje. Sirviéndose de una gran vocación para el teatro, fue tan convincente en su papel que sus alumnos le perdonaban excesos como el que cometió cuando, un día de abril de 1980, les contó en clase que su amigo Jean-Paul Sartre le había pedido en su lecho de muerte que cuidara de su compañera, Simone de Beauvoir. Consiguió que sus alumnos se interesaran por Sartre.

 

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