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Martes 10 de Marzo de 2009

Hace tiempo que la universidad dejo de ser un dispensador de cultura y formación general de altos vuelos para convertirse en fábrica de empleo. Una pérdida del auténtico sentido y razón de ser de esta institución, para algunos, o una necesaria modernización para encajarla en una realidad social diferente, para otros.

Proliferaron como setas las ciudades universitarias, se colmataron de profesorado y se diversificó el número de titulaciones hasta alcanzar cierto grado de exotismo y llamativa precisión, con sus más de 200 posibilidades. Todo con tal de dejar claro que los nuevos titulados estarían preparados para asumir puestos específicos y complejos, de supuesta gran demanda.
 
Ignoro si ese nuevo enfoque ha dado los frutos deseados, pero hoy, con ese horizonte de 4 millones de parados que se perfila en el futuro cercano, imagino que la gente con hijos en edad de elegir su futuro profesional está hecha un lío. Da la impresión de que más de uno, si es un desprejuiciado y atento observador de la realidad, animaría a sus jóvenes vástagos a dejar los estudios y hacerse fontanero, cerrajero o electricista, profesiones que hasta en tiempos de crisis son objeto de demanda universal y permiten minutas que ya quisieran para sí muchos abogados, veterinarios o analistas financieros. Lo decía en un periódico nacional hace poco Miguel Calvo, presidente de la Asociación Española de Trabajo Temporal: "Si llegasen 100 fresadores serían contratados al instante. Y lo mismo ocurre con mecánicos o marineros".

Curiosamente, la demanda ha copado en los últimos decenios algunas facultades, especialmente del ámbito de la comunicación y las ciencias sociales y económicas, convertidas hoy en grandes emisores de parados y subempleados. En cambio, las tradicionales carreras de ciencias, físicas, químicas, geológicas y matemáticas (y en menor medida las ciencias de la vida) han ido viendo cómo año tras año menguaba el número de alumnos interesados en cursarlas, a pesar de que sus salidas profesionales siguen siendo amplias. Carlos Negro, presidente de la Asociación Nacional de Químicos de España (ANQUE) y catedrático de la Complutense, me contaba hace unos días que la carrera de ciencias químicas se ofrece en 37 universidades que en total suponen unas 3.000 plazas, de las cuales apenas 2.000 se cubren y un 25 por 100 de esta cifra abandona antes de acabar la carrera, entre otras cosas porque muchos no la eligen como primera opción.

Claro que peor aún lo tienen otros, como los geólogos, que no solo ven cómo no se cubren las plazas ofertadas para cursar la carrera sino que están asistiendo al cierre definitivo del principal filón de vocaciones con el que podían contar. Si en la secundaria y el bachillerato no se incluye una materia, lo más probable es que casi nadie la elija después como carrera. Y el primer paso para la desaparición de la geología lo ha dado la Comunidad Autónoma de Galicia, que en un arranque de torpeza insólita se ha cargado la asignatura en el bachillerato. Y eso que tan solo era una optativa. No sé si se puede hablar de asesinato, pero ¿cómo calificar si no un acto semejante de eliminación completa del catálogo de asignaturas de una de las disciplinas científicas más antiguas y arraigadas?

En otros ámbitos existe una gran demanda insatisfecha que no parece estimular a los jóvenes a la hora de elegir su futuro: médicos, farmacéuticos, ingenieros de todo tipo encuentran trabajo con facilidad porque no hay suficientes titulados como para cubrir las plazas que se ofertan. Sobran, eso sí, biólogos y ecólogos, carreras que, sin embargo, tienen un mayor tirón vocacional.

Y a todo esto, llega el Wall Street Journal y nos revela un dato asombroso. Una empresa de colocaciones estadounidense (CareerCast.com) ha realizado un estudio sobre las características de 200 profesiones y ha llegado a la sorprendente conclusión de que la mejor es la de matemático, por delante de notario y revalidando su primacía al colocarse en tercer lugar la de estadístico. Para su clasificación, los autores del estudio han tomado en consideración cinco criterios: el ambiente de trabajo, el nivel de ingresos, la facilidad de colocación, el estrés y el esfuerzo físico.

Los matemáticos, según el estudio, trabajan en agradables condiciones, en el interior de edificios, en ambientes poco ruidosos, libres de contaminantes, reciben excelentes sueldos, no precisan realizar grandes esfuerzos físicos ni están sometidos a grandes presiones. Y, como dice el Departamento de Trabajo estadounidense, un matemático puede emplearse en los más variados puestos, desde una universidad a un laboratorio químico, una productora de cine, una empresa de software, un puesto en el entramado financiero o en el sector farmacéutico, aeroespacial o asegurador. Probablemente es esa versatilidad la clave de su destacado puesto en la clasificación. Y queda, además, un factor nada desdeñable, que los autores del estudio no han tenido en cuenta, como es el placer personal que proporciona el trabajo, y que según los propios interesados (los matemáticos) en su caso es un factor definitivo de satisfacción.

No existe un estudio semejante en nuestro país, y de realizarse probablemente arrojaría datos diferentes, pero tampoco muy alejados. Y sin embargo, las facultades de matemáticas padecen una carestía de alumnos mayor aún que las de químicas. Quizás esa sea otra clave de la primacía (salen tan pocos titulados que se los rifan), pero existen otras motivaciones que apenas cabe conjeturar: ¿son cada vez más cómodos los estudiantes españoles y rehúyen las carreras que exigen cierto esfuerzo? ¿Hay un déficit de información sobre las posibilidades reales de conseguir buenos empleos que ofrece cada titulación? Lo que sí cabe asegurar es que se avecina un enorme déficit de titulados en carreras científicas en general y que eso significa también que difícilmente se podrán cubrir en el futuro las plazas de investigadores que el sistema español de I+D+i necesita para conseguir ese fuerte impulso que se pretende. Hace falta una acción decidida para cambiar ese estado de rechazo que los adolescentes parecen sentir por las disciplinas científicas. ¿No es hora de replantearse un cambio de esquema en la enseñanza secundaria?
 

 

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