A bordo del "Beagle" (2ª parte) (Marzo 2006)
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A bordo del Beagle (segunda parte)

A BORDO DEL “BEAGLE” (Segunda parte)


(... Recordamos que en la primera parte de esta historia dejamos a Darwin y a sus compañeros en la finca que el irlandés Patrik Lennon tenía en plena selva, a 160 km de Río de Janeiro)

Después de pasar unos días en la finca del irlandés y después también de una agria disputa acerca de la esclavitud, Charles Darwin y sus seis compañeros volvieron a Río de Janeiro. El capitán Robert FitzRoy volvió al “Beagle” para seguir explorando la costa de Brasil hacia el norte mientras que Darwin, el pintor, el escribiente, el matemático y el guardiamarina King se quedaban instalados en la ciudad, en una cómoda casa situada en Botafogo, al pie del Corcovado.

Darwin, aprovechando estas semanas de tranquilidad se dedicó con pasión a capturar especímenes y a recoger conchas, insectos, pequeños reptiles, minerales y plantas para enviárselos al profesor Henslow, su profesor de Botánica en Cambridge, ya que éste se había ofrecido para guardarle y conservarle todo lo que le fuera enviando. Así que llenó la casa, para sorpresa y hasta espanto de sus tres compañeros, de escarabajos, alacranes, ratones, todo tipo de loros y tucanes que atronaban el ambiente, monos que todo lo revolvían, arañas gigantescas que se escapaban continuamente de sus encierros, mariposas, conchas, rocas, minerales y plantas. De todo lo que capturaba y recogía para meter en tarros, cajas y jaulas que viajarían a Inglaterra a bordo del primer barco que Darwin encontrara. El matemático, el escribiente, el pintor y el guardiamarina le ayudaban todo lo que podían, sobre todo el pintor que dibujaba con precisas acuarelas todos los animales, minerales y plantas que Darwin le indicaba mientras intentaban resolver los problemas que el matemático no cesaba de plantear. No así Darwin, que sus compañeros empezaron a sospechar que sus excursiones en el fondo eran huidas de los problemas.

Por fin, después de unas cuantas semanas de tranquilidad, el “Beagle”, que ya había vuelto de su periplo, se volvió a hacer a la mar rumbo a la Patagonia y Darwin se sintió feliz –a pesar de que volvía a marearse- al ver nadar y saltar alrededor del barco marsopas y peces voladores, delfines y hasta enormes ballenas que lanzaban espectaculares chorros de agua a modo de saludo. Darwin consiguió que uno de los camareros, Sims Covington, se convirtiera en su ayudante. Le enseñó a desollar y a disecar animales y aves, a recolectar y a cazar y a dedicarse a la delicada tarea de empaquetar los envíos con destino a Inglaterra (Covington permanecería al servicio de Darwin durante varios años a su vuelta a Inglaterra).

El “Beagle” siguió su viaje hacia el sur por la costa argentina. En septiembre de 1832 llegaron a la costa de la Patagonia y en Punta Alta Darwin haría uno de sus grandes descubrimientos ya que desenterró grandes colmillos, un enorme cráneo parecido al del hipopótamo y garras inmensas petrificadas. Cincuenta años antes se había encontrado en Argentina el esqueleto de un Megaterium que se envió a Madrid, mientras que Humboldt había desenterrado dientes de mastodontes. Darwin tuvo más suerte pues en sus excavaciones sacaba más y más esqueletos fósiles que alineaba en la playa lo que suponía un gran descubrimiento porque por aquellas fechas apenas se habían realizado investigaciones paleontológicas en América del Sur. Y allí estaba Darwin –y bien consciente de ello era- desenterrando restos de animales prácticamente desconocidos o de los que apenas se conocían referencias. Había restos de un Toxodon, parecido a un hipopótamo y uno de los animales más grandes descubiertos hasta entonces; y un Scelidotherium cuyo esqueleto salió a la luz casi completo; un armadillo gigante; los colmillos de un Mylodon, un elefante extinguido, y los huesos de un Macrauchenia, un gran cuadrúpedo. Pero lo mas importante de todo fue que Darwin llegó a la conclusión de que todos estos animales eran los “hermanos mayores” de muchos animales actuales, lo que arrojaba información sobre la aparición de estos animales y sobre su desaparición. Y a partir de aquí es cuando Darwin empezó a hacerse preguntas y a pensar que las especies se desarrollaban y cambiaban constantemente para adaptarse a su ambiente o a los cambios en su ambiente, y que las que no lo conseguían desaparecían. Y pensó que era imposible que los animales, los humanos incluidos, fueran los mismos que Dios creó en una semana, y que más que creación hubo un proceso continuo de evolución.

Los descubrimientos comenzaron a lo largo del río Paraná y cerca de Montevideo donde encontró una espléndida cabeza completa de Toxodón. Cuando volvió al “Beagle” con su cargamento de enormes huesos fósiles el capitán FitzRoy estaba entretenido con sus actividades cartográficas y recibió como una invasión el que Darwin llenara la cubierta del barco de cientos de enormes huesos prehistóricos, así que le recriminó “por llenarle el barco de porquería”. Como hombre profundamente religioso que era, rebatió con vehemencia las nuevas teorías que Darwin le exponía entusiasmado, convencido el capitán de que todos esos restos eran de animales que no habían llegado a tiempo para embarcar en el Arca de Noe para librarse del Diluvio Universal.

De nuevo, a finales del año 1832, se pusieron en marcha hacia la Tierra del Fuego para devolver a sus hogares a los tres fueguinos que viajaban en el “Beagle”. Así, después de bordear el Cabo de Hornos llegaron a un territorio inhóspito cubierto de nieves perpetuas y glaciares que llegaban hasta el mar. Por supuesto, el frío era más que intenso. Al llegar a su tribu la mujer y los dos hombres expusieron todo lo que traían de Inglaterra ante la sorpresa y la curiosidad de sus familiares y amigos. Y todos reunidos admiraron el equipaje un tanto absurdo que contenía vajillas, cuberterías, tazas y teteras, cruces, orinales, mantas, libros religiosos, bandejas, cuchillos, sombreros hongos y de copa, una amalgama de enseres y objetos que los fueguinos admiraban con un punto de estupor. El matemático aprovechó la ocasión para plantear un acertijo al ver que un indígena no sabía qué hacer con un sacapuntas y unas tijeras, ya que desconocía su utilidad. Y le planteó a Darwin:

-Esta situación me recuerda una historia muy curiosa: Un sordomudo entra en una tienda de artículos de escritorio. Para hacer entender al empleado que necesita un sacapuntas se coloca un dedo en la oreja izquierda y rota la otra mano alrededor de la oreja derecha. El siguiente cliente es un ciego, ¿Cómo hace para hacer entender al empleado que desea unas tijeras?

Darwin, como si la cosa no fuera con él, siguió tomando apuntes de las costumbres de los habitantes de la tribu. Afortunadamente para el matemático sus amigos, el pintor y el escribano, se pusieron a cavilar cómo resolver la historia del ciego que quería unas tijeras. Y esta vez fue el pintor el que le dio pie al matemático para exponer otro problema, al comentar:

-He observado que los fueguinos siempre salen de caza en grupos, de cuatro en cuatro o de ocho en ocho, mientras que sus mujeres trabajan en los huertos siempre en grupos de tres. Qué curioso, ¿verdad?

-Cierto –dijo el matemático, encantado- y eso me recuerda un sencillo problema que tiene que ver con lo que decía; escuchen, escuchen: Con sólo CUATRO ochos y TRES operaciones aritméticas se puede obtener la siguiente igualdad: 8 ¿ 8 ¿ 8 ¿ 8 = 120

-¿Y qué tiene esto que ver con los fueguinos? –preguntó el pintor.

-Nada –contestó el matemático- pero ya que estamos...

Y allí se quedaron los tres amigos tratando de resolver los problemas mientras el capitán FitzRoy llamaba a los miembros de la tripulación para continuar el viaje.

A medida que avanzaba la primavera del año 1833 Darwin consolidaba sus teorías sobre la evolución, a la vez que sentía como se iban debilitando sus intenciones de formar parte de la Iglesia. Su colección de especímenes aumentaba cada día que pasaba y en su cuaderno de notas anotó que a estas alturas del viaje ya había catalogado y estudiado 1.529. Después del estudio, la siguiente operación era el envío a Inglaterra, a medida que lo seleccionado se iba conservando y empaquetando. Los envíos superaron todo lo imaginado por el profesor Henslow que, allá en Cambridge, se veía abrumado -y en parte arrepentido por haberse ofrecido como receptor- ante la invasión de todo lo recolectado por su alumno... y eso que el viaje no había llegado ni a la mitad de lo previsto.

A finales de julio, de nuevo la expedición en marcha, Darwin decidió aventurarse por tierra firme en un largo viaje que recorrió el interior de Argentina desde El Carmen, en la tierra de los Patagones, hasta Santa Fe, en la confluencia de los ríos Paraná y Salado que desembocaban en el Río de la Plata que servía de frontera entre Argentina y Uruguay. Pasarían por las ciudades de Bahía Blanca, Tapalquen, Buenos Aires y Rosario en una marcha en un viaje de más de 1.000 km. A caballo y con una escolta de seis gauchos Darwin se adentró en el desierto camino de Bahía Blanca, que sería su primera etapa. Y el primer día de marcha su primera sorpresa fue encontrarse con avestruces, llamadas rheas y más pequeñas que las africanas (Darwin atraparía una viva y se la enviaría al profesor Henslow que, desesperado, la donó inmediatamente al la Zoological Society que la bautizaría Rhea Darwin, en honor del naturalista) También avistó pumas, buitres, águilas, mofetas, zorros, topos, armadillos, pichiciegos, ciervos y guanacos. Animales con los que Darwin, experto cazador, incrementaba su colección, a la vez que aumentaba su experiencia como taxidermista al considerar que no sería correcto inundar la casa de su profesor de mofetas pestilentes o feroces pumas, suponiendo y acertando que con la rhea habría tenido suficiente.

Darwin, desde Buenos Aires, escribió a sus hermanas: “las mujeres españolas son bellísimas, y a su lado, las inglesas no saben caminar ni arreglarse. ¡Y que feo suena “miss” al lado de “señorita”. En esta ciudad se aprovisionó de las mercancías suficientes para proseguir viaje y aprovechó la estancia para hacer nuevos envíos a Inglaterra: 200 pieles de animales, decenas de peces y aves disecadas, reptiles conservados en alcohol, colmillos y garras de fieras, patas, picos y alas de aves, colecciones de cientos de plumas, decenas de insectos, minerales, más huesos fósiles, voluminosos paquetes de semillas y cientos de esquejes de plantas exóticas que eran desconocidas en Europa, dando así por finalizada su incursión por la Patagonia. Los compañeros de expedición de Darwin empezaban a mirarle como a un loco, como a un obseso que había convertido su trabajo en su modo de vida. Aunque también descansó, paseando y jugando al ajedrez con el capitan FitzRoy siempre que podían... o que les dejaba el matemático, ya que éste aprovechaba la ocasión para plantearles enunciados de problemas relacionados con este juego, como aquella mañana en la que después de los saludos de rigor, propuso:

-Pues ya que viene a cuento, tengo un problema ajedrecista que...

-¡No! –exclamó Darwin- No quiero oír problemas sobre ajedrez ni sobre nada. No quiero problemas.

-¿Pero usted, como naturalista sí aprobará que hablemos de caballos?

-Bueno, ... esto... sí, de caballos, sí –contestó Darwin desconcertado.

-¡Muy bien, ha picado! -exclamó el matemático muy contento- Así que ahí va mi problema: Un caballo está en un vértice de un tablero gigante de ajedrez de 150 casillas de lado. ¿Cuál es el mínimo número de saltos que el caballo tiene que dar para llegar al vértice opuesto?

Y más que se desconcertó Darwin al ver que el capitán abandonaba la partida y tomaba nota del enunciado en el cuaderno de Bitácora. El problema de los problemas era que habían dejado de ser un problema para el capitán, que veía en los problemas una forma de entretenerse olvidando otros problemas; no como Darwin, ya que para él, por su aversión hacia las matemáticas, seguía siendo un problema cualquier problema matemático.

Antes de continuar viaje, Augustus Earle, el pintor, enfermó y se quedó en tierra siendo sustituido por Conrad Martens, excelente pintor paisajista y delineante. Otra novedad fue que el capitán había comprado un segundo velero, el “Adventure”, para transportar así con mayor comodidad el exceso de carga que el largo viaje estaba acumulando. Así, los dos barcos, se hicieron a la mar para subir por la costa de Chile hasta Valparaíso con la intención de explorar la cordillera de los Andes. La tripulación, en democrática votación, decidió que el matemático viajara en el “Adventure” con el pintor y el escribano (el matemático tuvo la suerte de que al nuevo pintor le gustaran las matemáticas) y con aquellos marineros que se habían hecho los sordos, los mudos y los ciegos. Por supuesto, el único que votó en contra de esta medida fue el matemático. A pesar de todo, y de que sus amigos se esforzaban en resolver los problemas que les proponía, el matemático añoraba tener más “resolvedores”. Así que, decidido a no darse por vencido, cada vez que el “Adventure” se acercaba al “Beagle” aprovechaba para gritar desde cubierta:

-¡Buenos días!

Y si algún incauto le contestaba desde el otro barco, aprovechaba la ocasión para entablar conversación y añadía, gritando a pleno pulmón:

-¡Qué barbaridad! Qué rápido navegamos.

-Es cierto –exclamó el otro- tenemos un buen viento a favor.

-Esto me recuerda que un día iba yo corriendo por el campo con la intención de hacer ejercicio y mantenía una velocidad constante de 10 km/h. Este ejercicio es muy saludable y creo que lo voy a llamar “footing”, que lo mismo se hace popular el siglo que viene. Pues como le decía, iba yo corriendo a esa velocidad constante cuando comencé a cruzar un puente de esos que solamente son para que pase el ferrocarril. Había recorrido ya los 3/8 del puente cuando escuché el silbido del tren que se acercaba por detrás. Mentalmente calculé que si seguía hacia adelante abandonaría el puente a la vez que el tren. Y que si decidía volver atrás, ambos coincidiríamos en el inicio del puente. ¿A que no sabe a qué velocidad se movía el tren?

Y el que estaba en el “Beagle” contestó-gritó que no tenía tiempo de averiguarlo, que disculpara pero que ya sabía que en un barco velero siempre había faena por hacer. Y para disimular, se puso a sacarle brillo al ancla.

Por fin, el 22 de julio de 1834 llegaron a Valparaíso y Darwin pudo bajar a tierra. A pesar de llevar dos años y medio de viaje no se acostumbraba al continuo y a veces violento balanceo del barco –ni se acostumbraría en todo el viaje- y era feliz cuando llegaban a puerto. Y más feliz aún al preparar una expedición de seis semanas que recorrería parte de la cordillera de los Andes.

Continuará y terminará en la próxima entrega....


Autor: Joaquín Collantes
Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

 
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