Demasiada felicidad
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  • Autora: Alice Munro
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    Entonces tejían bufandas para los soldados del frente. Era 1870, antes de que Sofia y Vladimir iniciaran lo que pretendían que fuera su viaje de estudios a París. Tan abismados estaban en otras dimensiones, en siglos remotos, tan escasa atención prestaban al mundo en el que vivían que apenas habían oído hablar de una guerra contemporánea.

    Weierstrass ignoraba tanto como sus hermanas la edad y la misión de Sofia. Más adelante le dijo que la creyó una pobre institutriz que quería utilizar su nombre para asegurar que las matemáticas eran uno de sus conocimientos. Pensó que tenía que reñir a la criada y a sus hermanas por haber consentido que lo interrumpieran, pero como era un hombre educado y amable, en lugar de despedirla inmediatamente le explicó que solo admitía estudiantes avanzados, con títulos académicos reconocidos, y que en aquellos momentos tenía más de los que podía atender. Como Sofia seguía de pie –temblando delante de él, con aquel sombrero ridículo protegiéndole la cara y aferrada al chal, recordó el método, o el truco, que había utilizado en un par de ocasiones para desanimar a un estudiante que no daba la talla.

    - Lo que sí puedo hacer en su caso es plantearle una serie de problemas y pedirle que los re5uelva y me los traiga dentro de una semana a partir de hoy -le dijo-. Si me satisface el resultado, volveremos a hablar.

    Al cabo de una semana se había olvidado por completo de ella. Por supuesto, no esperaba volver a verla. Cuando Sofia entró en su despacho no la reconoció, quizá porque había prescindido de la capa que ocultaba su esbelta figura. Debía de sentirse más audaz, o puede que hubiera cambiado el tiempo. No recordaba el sombrero - sus hermanas sí- , pero no se fijaba mucho en los complementos de la indumentaria femenina. Sin embargo, cuando Sofia sacó los papeles del bolso y los dejó sobre la mesa, la recordó; suspiró y se puso las gafas.

    Grande fue su sorpresa -también se lo dijo un tiempo más tarde- al ver que todos y cada uno de los problemas estaban resueltos, y algunos de una forma totalmente original. Pero siguió sospechando de ella, pensando que debía de haber presentado el trabajo de otro, tal vez un hermano o un amante que se escondía por motivos políticos.

    - Siéntese -dijo-. Y explíqueme cómo ha llegado a estas soluciones, todos los pasos seguidos.

    Sofia empezó a hablar, inclinada hacia delante; el sombrero de tela blanda le cayó sobre los ojos; se lo quitó y lo dejó tirado en el suelo. Quedaron al descubierto sus rizos, sus brillantes ojos, su juventud y su temblorosa fogosidad.

    - Sí -dijo él- . Sí. Sí. Sí.

    Hablaba reflexiva. lentamente, tratando de disimular lo mejor posible su asombro, sobre todo ante las soluciones cuyo método discrepaba del suyo con suma brillantez.

    Sofia lo desconcertó en muchos sentidos. Era tan frágil, tan joven y tan apasionada ... Se sintió obligado a calmarla, a tratarla con cuidado, a dejar que aprendiera a refrenar los fuegos de artificio de su cerebro.

    Llevaba toda la vida -a Weierstrass le costó decirlo, como tuvo que reconocer, siempre receloso del excesivo entusiasmo-, llevaba toda la vida esperando a que un alumno así entrase en su habitación. Un alumno que lo cuestionase por completo, que no solo fuera capaz de seguir las elucubraciones de su mente, sino quizá de volar incluso más lejos. Debía tener cuidado y no decir lo que realmente pensaba, que en la mente de un matemático de primer orden hay sin duda algo parecido a la intuición, una llamarada que revele lo que siempre ha estado allí. Riguroso, meticuloso, así hay que ser, aunque así también ha de ser el gran poeta.

    Cuando al fin se armó de valor para decirle todo esto a Sofia, también le dijo que había quienes torcerían el gesto ante la palabra «poeta» relacionada con la ciencia matemática. Y otros que saltarían de alegría ante la idea, para defender el desorden y la laxitud de su propio pensamiento.

  • Fuente: Editorial Lumet, 2010

 
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