La prima canta, albina, abierta al aire
desde el brillante borde, desde el cobre
perforado en matriz para la sangre
de la guitarra, en su redonda llama
de combustión sonora. Pinza, araña
el meñique, y estalla cada golpe.
Es la alegría en la vértebra un golpe
de agudo evaporado, hecho del aire,
un arpegio de puro nervio y llama
que se respira, es la alegría cobre
que destella, caricias en la sangre:
cada palma que ríe es una araña,
y entre palos, araña y araña
se encuentran en el más preciso golpe.
Pero no nace el verdadero cobre
del ritmo en otro sitio que en el aire
donde ojos y bocas prenden llama,
prenden compás al tiempo de la sangre.
Siempre algo más necesita la sangre,
algo como la rabia que arde, araña
y se derrama en el cálido aire
de la sangre como un acorde; el golpe
de un vértigo de miel, de oro, de cobre
cálido y dulce, de líquida llama.
No existe luz que no ciegue, no hay llama
que no haga crepitar hasta la sangre,
no hay música si no hay también el golpe.
La rabia que es la miel, la miel que araña
es sal, de rabia y gritos en el aire:
se está secando de la piel el cobre.
Tiembla el pulgar, tan flaco como el cobre
de la cuerda más grave. Ya no hay llama
en el mirar, porque la negra araña
de párpados que inflama espesa sangre
no deja ver los ojos. Se oye el golpe
con el que sale del pulmón el aire.
Se va el callado tiempo con que el aire
araña hasta la sangre en una llama
de cobre.
Con un golpe,
el bordón llora.