El teorema de Almodovar
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  • Autor: Antoni Casas Ros

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    Una parte de la belleza de una proposición matemática reside en el hecho de que no siempre es posible convertirla en un teorema, es decir, demostrarla como auténtica. Es lo que llamamos “Lo indecible”. Lo indecible es el compañero de la incertidumbre. Cuando mi madre me dio a conocer este misterio, tendría yo quince años, liberó mi pensamiento matemático y después mi pensamiento en general del dogmatismo ligado a la certidumbre. Comencé a ver y a sentir que, en todo, había tantas posibilidades como snapsis en el cerebro, garantizando la fluidez de los datos y su compenetración. Existen unos cien mil millones de sinapsis. Cien mil millones de posibilidades, a veces veo mi rostro como una de esas posibilidades. Es la gran enseñanza que me transmitió mi madre y, sin ella, probablemente no hubiera podido soportar mi soledad. Digamos más sencillamente que ésta hubiera sido estéril.

    Me fascinaban esos momentos que pasaba ante la gran mesa de su despacho, donde las estanterías se combaban bajo el peso de los libros. Esos momentos en que nos unía la pasión matemática y en que ella me desvelaba uno tras otro los arcanos de ese universo mental. Mi madre insistía mucho más en lo que podía ser la mente de un matemático que en la instrumentación. Le estoy oyendo repetirme: “Lo primero es la mente, luego la técnica aflora por sí sola”. Lo que me gustaba también de aquellos momentos de intensa armonía era que mi silla estaba pegada a la suya, mi cuerpo al suyo. Fundidos por el calor de los números bailando en el espacio. A mi madre le encantaba el tango. Solía establecer paralelismos y decía que los dos cuerpos, el del matemático y el del espacio matemático debían ser como dos bailarines para que existiera una perfecta adecuación. Cuando despejábamos una incógnita, por lo general me ponía un disco. Lo escuchábamos sentados el uno junto al otro en el canapé, a veces bailábamos. Me gustaba el elemento trágico de las palabras combinado con la suavidad de la música. Me gustaba que los mundos se tocasen, el de la pura abstracción y el del lenguaje corporal. En la facultad, me sorprendía el total cerebralismo de la mayoría de mis compañeros. Algunos llegaban al extremo de odiar el mundo, convirtiéndose en puros ascetas. Eran matemáticos razonables y aburridos.
  • Fuente: Editorial Seix Barral, Biblioteca Formentor, 2008.

 
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