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Sofía Kovalévskaia, en Inglaterra (Noviembre 2005)
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Dibujo de tres personas tomando el té

SOFÍA KOVALÉVSKAIA, EN INGLATERRA


Durante las vacaciones de verano del año 1869, Sofía Vassilíevna Korvin-Krukovskaya, conocida entre los matemáticos como Sofía Kovalévskaia viajó por Europa con su hermana Aniuta y su marido ficticio, Vladimir Kovalevski, del que heredaría el apellido y la dicha de haber compartido unos cuantos años de su vida con un hombre honesto y comprensivo.

En Rusia estaba vetado el acceso de las mujeres a la Universidad. Este hecho provocaría que las mujeres con inquietudes intelectuales y científicas se adhirieran con entusiasmo al nihilismo, movimiento social e intelectual que preconizaba la emancipación de la mujer y la importancia de la educación, además de propugnar la rebelión contra todo tipo de autoridad

Desde niña, Sofía había demostrado aptitudes extraordinarias hacia las matemáticas y en especial hacia la geometría analítica y el cálculo diferencial. Y a estudiar se dedicó hasta que llegó a la edad en que se encontró con el límite establecido, un muro que le cerraba las puertas de la Universidad. Así las cosas, para poder continuar con su formación académica, las mujeres que deseaban seguir avanzando en la adquisición de conocimientos optarían por una solución que podríamos considerar hoy día, al menos, peculiar: para escapar de la rígida autoridad paterna y de las trabas impuestas por la sociedad rusa proponían a un compañero de universidad que compartiera sus mismas ideas e inquietudes el contraer un matrimonio de conveniencia. Los hombres podían ampliar estudios en universidades extranjeras, y si estaban casados sus mujeres podían acompañarlos; de esta manera ellas podrían también estudiar en el extranjero.

El elegido para llevar a cabo el plan fue el estudiante de leyes Vladimir Kovalevski que tenía una editorial que se dedicaba a traducir la obra de Charles Darwin y tenía el proyecto de ampliar sus estudios en Alemania. La pareja, que después de la boda se estableció en Heidelberg acompañados de Aniuta, la hermana mayor de Sofía, formaría un matrimonio dedicado enteramente a la ciencia, a la traducción y divulgación de obras progresistas y nihilistas y al intento imposible de transformar la sociedad rusa.

En el verano de 1869 y con la intención de conocer a su admirado Darwin, el matrimonio y la hermana de Sofía viajaron a Inglaterra. El encuentro se produciría en Londres, en casa de Mary Ann Evans, novelista conocida por su seudónimo de George Eliot.

Así que, aquella tarde de agosto los tres rusos llegaron a casa de la escritora a las cinco en punto de la tarde dispuestos a tomar el té. Y llegaron puntuales porque, a instancias de Sofía, viajaron en barco de vapor a través del río Támesis desde la ciudad de Perschy hasta Londres, en lugar de hacerlo en la diligencia que unía ambas ciudades.

Sofía, impresionada por la moderna maquinaria del barco y por la velocidad a la que navegaba, preguntó al capitán por las características del motor a vapor y por la velocidad a la que viajaban.

-Navegando a favor de la corriente desarrollamos una velocidad de 20 km/h, mientras que navegando contra corriente navegamos solamente a 15 km/h –contestó el capitán.

-¿Y cuanto dura el viaje? –preguntó Vladimir.

-En la ida, desde el embarcadero de Perschy hasta el de Londres, tarda 5 horas menos que en el viaje de regreso.

-¿Y qué distancia hay entre Perschy y Londres, señor capitán? –preguntó esta vez Aniuta.

Y cuando el capitán iba a contestar, Sofía se le adelantó y le dijo:
-No, no nos lo diga, y así nos entretendremos el resto del viaje calculando la distancia.

Así que, sentados en la proa del barco, Sofía, Aniuta y Vladimir hicieron apuestas a ver quien era el primero que calculaba la distancia que había entre las ciudades de Perschy y Londres.

Y a las cinco en punto llamaban al timbre de la casa de George Eliot.
-Buenas tardes, mis queridos y admirados amigos rusos. Adelante. El señor Darwin vendrá ahora mismo, pero entretanto tengo el placer de presentarles a mi vehemente amigo, el filósofo Herbert Spencer, que también tomará el té con nosotros –dijo la anfitriona, invitándoles a pasar a su casa.

Los recién llegados saludaron con precaución al conocido filósofo evolucionista, ya que sabían de su fama de susceptible, misógino y polémico discutidor.
-¿Cómo está usted? –le saludó Vladimir, estrechando su mano.

-Pues anda que usted –contestó el filósofo, para pasmo de los presentes.

Entonces, George Eliot propuso:
-Podemos pasar a la salita para esperar a nuestro admirado Darwin.

-¿Y por qué tarda tanto? ¿Está bajando del árbol? –preguntó Spencer, haciéndose el gracioso.

La dueña de la casa, acostumbrada al peculiar humor del filósofo, disimuló la vergüenza ajena y añadió:
-Como iba diciendo vendrán a tomar el té con nosotros el ilustre señor Darwin (mirada asesina a Spencer que imitaba a un mono detrás de unas plantas que había en un rincón de la sala) y el no menos ilustre novelista ruso Fedor Dostoievski. He aprovechado que Dostoievski está de paso por Londres para…

Esta vez la interrupción llegó por parte de Aniuta que al oír el nombre del novelista cayó desplomada sobre la alfombra. Aniuta y Dostoievski, habían mantenido un apasionado romance al que pusieron fin los padres de ella. Y no habían vuelto a verse desde entonces.

Las sales hicieron que la desmayada se despertara del vahído justo a tiempo para escuchar como el impertinente Spencer decía:
-Darwin y Dostoievski, especimenes dignos de estudio, sí señor: un iluminado y un ludópata.

Aniuta estaba a punto de atacar a paraguazos al filósofo cuando hizo su entrada en la sala Dostoievski.
-Buenas tardes a todos… y en especial a ti, mi bella Aniuta.

-Buenas tardes, señor Dostoievski, me han dicho que habéis dejado el juego, que ya no se os puede considerar ludópata –saludó el filósofo.

-Es cierto, señor Spencer.

-¿Seguro?

-Pues claro, ¿qué apostáis? –contestó Dostoievski.

-¿Y ya no jugáis a nada? –preguntó Vladimir, conocedor de la afición del novelista.

-Bueno, de vez en cuando a la lotería. Y ya que son ustedes expertos matemáticos, a ver si me pueden resolver este problema: ayer compré un décimo capicúa muy curioso: si sumaba sus cinco cifras daba el mismo resultado que si las multiplicaba. La primera cifra de la izquierda es la edad de mi hermana pequeña, las dos siguientes la edad de la mediana y las dos últimas la edad de mi hermana mayor, que le lleva más de un año a la mediana.

-Pero bueno, ¿cuál es el número? –preguntó Spencer.

-Que lo calcule el señor filósofo evolucionista –propuso Vladimir.

Por su parte, Sofía Kovalévskaia ya había calculado el número de memoria, pero prefirió dejar que lo calculara Spencer pensando que así, al menos, no incordiaría.

Un mayordomo trajo el té y mientras la anfitriona lo servía, para aliviar la tensión que se palpaba en el ambiente, le preguntó a Spencer:
-Por cierto, ¿qué edad tienen vuestro hermano Peter?

-Ya anda por la cuarentena -contestó el filósofo.

-¿Y qué edades tienen su encantadora esposa y sus 4 hijos?

-Eso que lo calcules estos señores tan inteligentes: Como decía Meter roza la cuarentena. Si escribimos tres veces seguidas su edad se obtiene un número que es el producto de su edad multiplicada por la de su mujer y las de sus 4 hijos. Calcúlenlo y así sabrán ustedes la edad de todos los miembros del conjunto familiar, que dicen los nihilistas aquí presentes, sin ir más lejos. O sea: ¿qué edad tienen cada uno de los miembros de la familia?

En ese momento entró en la estancia Charles Darwin. Jadeante y sudoroso se atusó las patillas, se arregló el nudo de la corbata y se disculpó.
-Lo siento, disculpen mi retraso. Por cierto, al pasar por el muelle he visto los nuevos barcos a vapor. ¡Qué invento! No sé dónde vamos a ir a parar como sigamos evolucionando a este ritmo.

-Señor Darwin, llega a tiempo, en este momento servíamos el té.

-Estupendo, y después podríamos jugar una partidita –exclamó Dostoievski, sacando dos barajas del bolsillo y dejándolas sobre la mesa.

-Pero bueno, no decíais que ya no erais jugador.

-Bueno…, sí, claro…, y por eso escribí “El Jugador”. Esta novela la escribí a modo de confesión, como un exorcismo. Pero, en fin, una partidita de cartas entre amigos no hará mal a nadie…

-Con una condición –propuso Sofía- que antes, y también a modo de juego, resolvamos un problema que me acabo de inventar.

Todos aceptaron encantados y, lapicero y papel en mano, se aprestaron a tomar nota de los datos que Sofía comenzó a dictar:
-Tenemos 17 cartas rojas numeradas del 1 al 17 y…

-¡Imposible! La numeración de la baraja sólo llega al 10, más la J, la Q y la K –exclamó, dando un respingo, Dostoievski.

-Bueno, imaginemos que están numeradas por detrás del 1 al 17.

-¡Imposible! Serían cartas marcadas y los jugadores harían trampas.

-¡Queréis olvidar que sois un profesional, señor Dostoievski, y dejarme terminar de una vez! –exclamó Sofía enfadada.

-Está bien, está bien, pero os apuesto diez libras a que…

-¡¡Silencio!! –exclamaron todos.

-Bien, continuo y espero que esta vez sin interrupciones –dijo Sofía- Como decía: tenemos 17 cartas rojas numeradas del 1 al 17, y 17 cartas azules también numeradas del 1 al 17. Y tenemos que formar 17 parejas de una carta roja y una azul de tal manera que las sumas de las 17 parejas sean 17 números consecutivos.

Y todos se dispusieron a resolver el problema, hasta que Spencer, impotente ante la resolución del problema del décimo de lotería, y pensando que el de las 17 cartas sería aún más difícil, masculló:
-Interesante problema para haber sido propuesto por una mujer.

-¿Y que tenéis contra las mujeres, señor filósofo “involucionista”? –preguntó Sofía con retintín.

-Evolucionista, señora, evolucionista –puntualizó Spencer.

-Pues yo creo que os habéis quedado en el primer escalón de la evolución –dijo, cáustica, Sofía.

-O en la rama más alta del árbol, verdad, señor Darwin –añadió Aniuta.

-¡Vaya grupo! Un filósofo evolucionista-involucionista, un biólogo progresista, una escritora modernista, un escritor antizarista y tres nihilistas.

La broma de Vladimir no enfrió los exaltados ánimos. Sofía claramente enfadada ante el despectivo comentario de Spencer le instaba a disculparse pero éste, lejos de hacerlo, arremetió contra el papel de la mujer en la Ciencia asegurando, además, que su función reproductora mermaba su capacidad intelectual. Y que la dedicación a tareas científicas o intelectuales se traduciría en desórdenes físicos en su organismo.

La reunión terminaría en batalla campal, aunque los biógrafos de los contendientes la suavizaran calificándola de “acalorada discusión entre la matemática y el filósofo” y no enumeraran los desperfectos: tres tazas de té rotas, con sus correspondientes platos; la tetera desportillada; el espejo que estaba sobre la chimenea, roto; dos figuras de porcelana de Worcester hechas añicos, más el consiguiente escándalo que alteró la apacible tranquilidad del vecindario y la visita a urgencias del hospital más cercano de Herbert Spencer, que desde aquel día aprendió que Sofía Kovalévskaia no sólo era una gran matemática, sino también una mujer de carácter.


Autor: Joaquín Collantes
Asesor matemático: Antonio Pérez Sanz

 

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