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El gato que venía del cielo
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  • Autor: Takashi Hiraide
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    Decidí que, fuese donde fuese, al menos teníamos que ver el gran olmo. En aquella zona residencial todas las casas eran de dos plantas, lo cual permitía ver su exuberante follaje desde cualquier sitio, incluso el pie del árbol si se trataba de la planta alta.

    El olmo tenía una historia. Bajo el pino joven que crecía a su abrigo yacía un ser pequeño como una perla. Si mi mujer era capaz de pensar en eso al contemplarlo desde la ventana, quizás podría abandonarse a un olvido que llegaría lentamente.

    Fui a la biblioteca a consultar algunos textos generales de geometría y empecé a estudiar cálculo de ángulos. Encontré un gráfico que explicaba de una forma muy sencilla los sistemas utilizados por los antiguos.

    El método era el siguiente: cuando la longitud de la sombra de un objeto coincide con la altura de la persona que lo está midiendo, la longitud de la sombra de la persona sirve para calcular la altura del objeto. Otro método consistía en plantar un palo junto a la sombra proyectada por el objeto que se mide. Seguidamente se trazan los triángulos imaginarios formados por ambas sombras. La proporcionalidad entre la longitud del objeto y la del palo en relación a sus sombras permite deducir la altura.

    Tanto el uno como el otro eran métodos aplicables al caso del olmo a condición de que me levantase al amanecer, cuando la luz llegaba del este. Era de suponer que gracias a este sistema Tales de Mileto pudo calcular la altura de las pirámides, pero para lograrlo tuvo que lidiar con una dificultad añadida: medir la longitud de la sombra a partir del centro de la base.

    Me enfrentaba al mismo problema. En efecto, ¿cómo medir a partir del centro del árbol? La dificultad se solventaría si usaba un plano de agrimensura preciso, de esos a escala alzados con extremo detalle.

    Al conocer la altura exacta del olmo, podía entonces imaginar el emplazamiento del apartamento, así como la ventana desde donde poder contemplarlo. También podía hacerme con un mapa topográfico de la zona con las alturas de cada elemento y trazar un triángulo imaginario. Como, obviamente, ni la ventana ni la escasa altura de los edificios del barrio producían sombras, me veía obligado a recurrir al siguiente método: señalar la altura a medir, medir el ángulo formado desde ese punto con el brazo que lo señala horizontalmente y determinar así la altura del triángulo y la longitud de sus lados. Por último, solo quedaría por calcular la altura de los ojos del observador.

    Si se interponía un obstáculo en la línea recta que unía la copa del olmo con la ventana de la futura casa, ya fuesen construcciones, vegetación o cualquier otra cosa, si quedaba en línea recta entre la casa y el olmo, el árbol no sería visible desde la ventana en cuestión. Por lo tanto, tenía que comenzar por asegurarme exactamente de las dimensiones de la colina, por definir los emplazamientos desde los que el olmo era visible…

    Si me volqué en ese proyecto fue, sin duda, para intentar diluir la tristeza y la pesadumbre que impregnaban el aire que respirábamos. Debo admitir que el estéril cálculo de ángulos nunca tuvo lugar. El repentino impulso por aplicar aquella idea imaginada por los antiguos no tuvo otro resultado que el de hacerme dar vueltas, perplejo; no tuvo más sentido que el de saciar mi sed de consuelo.

 

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