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La excepción
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  • Autor: Audur Ava Olafsdottir
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    Vamos a acostar a los niños, les ponemos el pijama y les lavamos los dientes; están de pie con la boca abierta en sendos taburetes junto al lavabo, aunque apenas llegan al borde. Ella escupe primero, luego su hermano, pero la espuma blanca no llega a sobrepasar el borde y acaba sobre el pijama. El niño es sensible y se queda frustrado cuando comete errores, así que le digo:

    —No es nada, no importa, barrilito —y miro a mi marido en el espejo. Yo tengo los labios pintados de rojo y el vestido quizá sea un poco escotado y me parece que él está tenso y nervioso, como si algo le pesase en el corazón. No me mira a los ojos y espero a que lo haga para poder sonreírle, pero él en cambio se concentra en cepillarle los dientes a su hija. Metemos a los niños en la cama y le digo al hombre de mi vida—: Ve abajo con Flóki. Ya los pongo yo a dormir. Mientras, los dos podéis charlar sobre los revoltijos cuánticos del mundo de la física.

    Me mira y parece agradecido, así puede hablar sobre el trabajo con el otro genio de las matemáticas. El niño se duerme enseguida, pero la niña quiere que le lea un cuento sobre el osito polar que se quedó atrás y no encontraba a su mamá.

    Cuando bajo de nuevo al salón, están de pie uno al lado del otro junto al árbol de Navidad, con las copas de vino, charlando de sus asuntos: mi marido y el amigo de la familia. Flóki y Flóki.

    Los mellizos habían pedido decorar el árbol de Navidad, y, como es natural, la mayoría de los adornos cuelgan de las ramas inferiores. Algunos de ellos los habían hecho en la guardería: la niña había traído a casa un ángel verde y el niño una estrella que en su mayor parte había recortado él mismo. Nuestro invitado lleva una camisa tornasolada y cuando vuelvo a pensar en ello me da la impresión de que tiene a mi marido cogido del brazo y lo suelta de repente cuando entro en el salón, pero no estoy segura; ambos se quedan callados cuando aparezco. Mi marido tiene aspecto de estar perdido pero feliz. Me coloco a su lado y él me rodea los hombros con el brazo y mira a su compañero; los dos miramos a Flóki, que está de pie frente a nosotros con su camisa tornasolada. Se fija en la mano de mi marido sobre mi hombro y también lo sigue con los ojos cuando me acaricia la nuca; nos observa, a uno y otro alternativamente, y yo soy consciente de que hacemos una hermosa pareja. Al final mira sólo a mi marido con rostro interrogativo.

    Poco después tiene que salir a toda prisa para pasar el fin de año con su madre. Le pregunto si no va a tomar el tiramisú con nosotros, pero es como si él ya no se sintiese bien. Mi marido lleva a su compañero de trabajo hasta la puerta y yo en cambio voy a la cocina para coger la botella de champán de la nevera. Luego le pregunto si han tenido alguna discusión.

    —Podría decirse que sí —contesta.

    Aunque también es igual de probable que yo haya preguntado:

    —¿Estabais discutiendo sobre el fin de los tiempos en la última noche del año?

    —Cómo no —dice calmadamente mi especialista en teoría del caos—. Sin embargo, las conversaciones no giraron en torno a una geometría espacial simple —añade.

  • Fuente: Editorial Alfaguara, 2014.

 

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