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El Muro de Oscuridad (Cuentos del Planeta Tierra)
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  • Autor: Arthur C. Clarke
  • Texto:

    Muchos y extraños son los universos que se amontonan como burbujas en la espuma sobre el Río del Tiempo. [...] El cosmos diminuto de Shervane no era de ninguna de estas clases: su rareza era de un orden diferente. Contenía sólo un mundo, el planeta de la raza de Shervane, y una sola estrella, el gran sol Trilorne, que le daba vida y luz.
    Shervane no conocía la noche porque Trilorne se hallaba siempre alto sobre el horizonte, acercándose sólo a él en los largos meses de invierno. Cierto que, más allá de las fronteras de la Tierra de la Sombra, había una estación en que Trilorne desaparecía debajo del borde del mundo y se hacía una oscuridad en la que nada podía vivir. Pero ni siquiera entonces la oscuridad era absoluta, aunque no había estrellas para mitigarla. [...]

    Miró fijamente aquello durante mucho rato, y tal vez algún atisbo del futuro se deslizó en su alma pues aquella tierra oscura pareció de pronto viva y como si lo estuviese esperando. Cuando al fin apartó la mirada, supo que nada volvería a ser lo mismo, aunque era todavía demasiado joven para reconocer el desafío.
    Y así fue como Shervane vio el Muro por primera vez en su vida. [...]

    Había algo que marchaba mal: a cada paso que daba, aumentaba la oscuridad. Se volvió en redondo, sobresaltado, y vio que el disco de Trilorne era ahora pálido y mate, como si lo estuviese mirando a través de un cristal ahumado. Y con creciente temor, se dio cuenta de que no era sólo esto lo que había sucedido: Trilorne era más pequeño que el sol que había conocido durante toda su vida. [...]

    Cuando se dio cuenta de que realmente se estaba acercando a otro sol, cuando estuvo seguro de que éste se dilataba, como había visto contraerse Trilorne hacía unos momentos encerró todo su asombro en lo más profundo de la mente. Sólo tenía que observar y recordar: más tarde ya habría tiempo de comprender estas cosas. A fin de cuentas, que su mundo pudiese tener dos soles, uno brillando a cada lado, no era nada inverosímil. [...]

    — ¡Cuántas veces hemos oído discutir sobre las dimensiones del universo y sobre si es limitado! Podemos imaginarnos que el espacio no tiene fin, pero nuestra mente se rebela ante la idea del infinito. Algunos filósofos han imaginado que el espacio es limitado por una curvatura en una dimensión más elevada; supongo que conoces la teoría. Puede ser cierto en otros universos, si es que existen, pero en el nuestro la respuesta es más sutil.

    »A lo largo de la línea del Muro, Brayldon, nuestro universo llega a un fin… y sin embargo no llega. Antes de que se construyera el Muro no había fronteras, nada que impidiese seguir adelante. El Muro en sí no es más que una barrera levantada por el hombre y que tiene las propiedades del espacio en que se encuentra. Estas propiedades estuvieron siempre allí, y el Muro no les añadió nada.
    Sostuvo la hoja de papel delante de Brayldon y la hizo girar lentamente.
    — Aquí tenemos una hoja normal. Naturalmente, tiene dos caras. ¿Puedes imaginarte una que no las tenga?
    Brayldon le miró, asombrado.
    — ¡Es imposible…, absurdo!
    — ¿Seguro? —preguntó Grayle con suavidad.
    Volvió a estirar el brazo hacia el bargueño y hurgó con los dedos en sus compartimientos. Entonces saco una tira larga de papel flexible y miró a Brayldon, que lo observaba en silencio.
    — No podemos compararnos con los sabios de la Primera Dinastía, pero lo que sus mentes pudieron captar directamente nosotros podemos considerarlo por analogía.
    »Este sencillo truco, que parece tan trivial, puede ayudarte a percibir la verdad.
    Pasó los dedos a lo largo de la cinta del papel y después juntó los dos extremos para hacer un lazo circular.
    — Aquí tenemos una forma que conoces perfectamente: la sección de un cilindro. Paso un dedo por la parte interior, así y ahora por la exterior. Las dos superficies son completamente distintas: sólo se puede pasar de una a otra a través del grueso de la cinta. ¿Estás de acuerdo?
    — Desde luego —dijo Brayldon, todavía confuso—. Pero eso, ¿qué demuestra?
    — Nada —respondió Grayle—. Pero mira…

    Shervane pensó que aquel sol era gemelo de Trilorne.
    Ahora la oscuridad se había levantado completamente, y ya no tenía la impresión, que no quería tratar de comprender, de estar caminando por una llanura infinita.
    Se movía despacio porque no deseaba llegar de pronto a aquel vertiginoso precipicio. Al poco rato pudo ver un horizonte lejano de pequeños montes, tan árido y sin vida como el que había dejado atrás. Esto no lo contrarió demasiado, pues la primera visión de su propia tierra no sería más atractiva que ésta.
    Siguió andando, y cuando sintió que una mano helada le apretaba el corazón no se detuvo como habría hecho un hombre menos valeroso. Observó sin inmutarse el paisaje extrañamente familiar que se alzaba a su alrededor, hasta que pudo ver el llano donde había empezado su viaje, la gran escalera y, al fin, la cara ansiosa y expectante de Brayldon.

    Grayle juntó de nuevo los dos extremos de la cinta, pero ahora le había dado medio giro, de manera que aparecía torcida.
    Se la tendió a Brayldon.
    — Pasa ahora el dedo a su alrededor —indicó pausadamente.
    Brayldon no lo hizo: porque sabía a qué se refería el viejo.
    — Comprendo —dijo—. Ya no tienes dos superficies separadas. Ahora forma una sola cinta continua, una superficie unilateral, algo que a primera vista parece completamente imposible.
    — Sí —repuso Grayle, con mucha suavidad—. Pensé que lo comprenderías. Una superficie unilateral. Tal vez ahora caigas en la cuenta de por qué el símbolo del lazo retorcido es tan común en las antiguas religiones, aunque su significado se ha olvidado por completo. Desde luego, no es más que una tosca y simple analogía, un ejemplo en dos dimensiones de lo que puede ocurrir en tres. Pero en nuestras mentes está lo más cerca posible de la verdad. [...]

    Shervane resiguió con la mirada los largos tramos de escalera que no volverían a ser pisados jamás. No sentía remordimiento: había luchado y nadie habría podido hacerlo mejor. Había triunfado, en la medida de lo posible.
    Poco a poco levantó la mano y dio la señal. El Muro ahogó el ruido de la explosión como había hecho con los demás sonidos, pero Shervane recordaría toda la vida la pausada elegancia con que se habían inclinado y caído las largas hileras de bloques.
    Durante un instante tuvo la súbita, inexpresable e intensa visión de otra escalera, observada por otro Shervane, derrumbándose de manera idéntica al otro lado del Muro.
    Pero comprendió que era una idea tonta, porque nadie sabía mejor que él que el Muro no tenía otro lado.

  • Fuente: Blog de la Facultad de Ciencia y Tecnología (ZTF-FCT) de la Universidad del País Vasco – Euskal Herriko Unibertsitatea.

 

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