Sin embargo, no fui capaz de descubrir nada nuevo.

Un pupitre, una silla, un armario con ropa de estilo occidental: una habitación normal y corriente, pues. No se puede decir que estuviera muy ordenada, pero tampoco estaba desarreglada o sucia. Había signos evidentes de que alguien había estado viviendo allí. Las sábanas estaban arrugadas, en el respaldo de la silla había un jersey, sobre el pupitre unos cuadernos abiertos con símbolos y números. Daba la sensación de que alguien se hubiera levantado de la silla, para hacer una pausa en su estudio, y se hubiera ido a beber un refresco por allí cerca.

En la estantería había libros de matemáticas mezclados con novelas policiacas o guías de viajes. El calendario de la pared seguía en el mes de febrero, con anotaciones diversas. La fecha límite para la entrega de un trabajo de lógica, la fiesta del seminario, unas clases particulares, y, desde el día 14 hasta el 23, señalado con una flecha, el viaje de esquí.

-¿Qué le parece? -preguntó el sensei mientras miraba alrededor de la habitación.

-Lo siento: sólo veo que debería de tratarse de un buen estudiante -contesté. bajando la cabeza.

-Ya. Bueno, no se preocupe... -dijo el sensei.

Estuvimos un buen rato sin decir nada, de pie y en silencio, en medio de la habitación. Parecíamos conjurados, como convencidos de que, gracias a la espera, el estudiante podría reaparecer de repente.