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Operación Pitágoras
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  • Autor: Manuel Barbero Díaz
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    La dirección que le había dado El Sebas correspondía a un enorme edificio en la Avenida de Andalucía. Apretó el botón del piso indicado en el resplandeciente portero automático y se identificó como Alberto Cañas. Un zumbido eléctrico desbloqueó la puerta y le permitió acceder al luminoso hall del edificio en una de cuyas extensas paredes se incrustaban los huecos de los tres ascensores. Tenía poca información de su nuevo cliente. Al parecer iba a tratar directamente con él, sin la mediación de ningún abogado u hombre de confianza, lo que solía ser lo normal. El Sebas no sabía mucho, sólo que corría prisa pero que habría poca dificultad y no pudo ayudarle con más detalles. Alberto ni siquiera había tenido tiempo de cenar aún, pues tomó prestado el coche de El Sebas para visitar a su cliente de inmediato. Mientras subía en el ascensor, escuchando el ruido de sus tripas, se acordó de un solomillo que había visto servir en el restaurante del casino. Cuando salió del ascensor encontró semiabierta una de las puertas, lo que le pareció un exceso de confianza, y se puso alerta. Al dar dos pasos en esa dirección, la puerta se abrió del todo y apareció la figura de un hombre canoso y con gafas que lo miró rápidamente, con mucha curiosidad, mientras le decía:

    - Pase señor Cañas, le esperaba, pero confieso que me ha pillado usted cenando, ¿quiere acompañarme?

    El interior del inmenso piso en el que penetró transmitía una inconfundible sensación de orden, aunque los aromas que llegaban de la mesa desconcentraron la naturaleza husmeadora de Alberto de tal forma que el sentido de la vista omitió de forma imperdonable visitar las numerosas y pobladas estanterías que amueblaban la mayoría de las paredes. Pero es que la mesa sustentaba poderosas razones para distraerle, exactamente ocho razones, que adoptaban la forma de codornices a la pimienta. Una fuente de barro con pimientos asados hacía de telonera en aquel concierto de olores y colores. El cliente o anfitrión, que se había presentado como Manuel de Burgos, puso un plato y cubiertos sobre la mesa y con un gesto invitó al hipnotizado Alberto a sentarse mientras decía:

    - Siéntese, señor Cañas, y sírvase. El pan está recién hecho. Coma y yo le iré contando por qué necesito de sus servicios. Sí, por supuesto, pruebe el vino, es de mi tierra, ¿sabe?, de ... no, no gracias, yo ya estoy servido. Bueno, pues verá, le expongo lo que necesito. Se trata de un libro. Concretamente un libro llamado "Norte de Problemas" co-escrito por uno de los matemáticos españoles más importantes, el profesor Julio Rey Pastor. No, no se preocupe en tomar nota, lo tiene todo escrito en el sobre que está a su derecha. El libro se escribió en los años cincuenta y desde entonces no se ha reeditado, por lo que es difícil, casi imposible, encontrarlo a la venta. Sólo se encuentra accesible en bibliotecas, la mayoría universitarias. Eso hace de él algo especial, pues no está al alcance de cualquiera, aunque sólo los aficionados a las matemáticas pueden considerarlo valioso y, aún así, no hasta el punto de pagar mucho dinero por él. Si, por supuesto, sírvase más, yo estoy hoy un poco inapetente, será por los nervios. Rosario, la chica que me hace la cocina, siempre hace de sobra. Pues sigo. Nadie pagaría una cantidad elevada por ese libro. Pero, se da el caso de que se aproxima cierta fecha especial para mí y quiero ofrecer a algunos de mis amigos un regalo también especial. Aquí es dónde necesito sus habilidades, señor Cañas. Me han dicho que es usted capaz de conseguir cualquier cosa que se le pida, siempre que se pague un precio razonable. Y me han dicho también que sabe ser discreto. No, por favor, no se ofenda y sírvase más vino, lo digo porque usted me ha visto y sabe quién es su cliente, lo que yo he permitido que ocurra pensando que podría reforzar nuestra mutua confianza y dar mayor credibilidad a mi oferta. Todo esto porque necesito que acepte mi encargo y con urgencia. ¿Están sabrosos los pimientos, eh? ¡Coma, coma! Si no se los come usted los vamos a tirar. Y mi encargo, por ir concretando, es que me consiga veinte ejemplares del libro que le he mencionado. Sí, no se sorprenda, veinte. Ni más ni menos. Ya le he dicho para qué los necesito. Quiero darles una sorpresa a mis amigos yeso va a ser pronto, lo que me obliga a ponerle a usted el próximo sábado como fecha límite. Sí, ya sé que es poco tiempo, pero creo que para un hombre con sus habilidades ésa será la única dificultad. Y además, le ofrezco doce mil euros por el trabajo. Si hace usted la cuenta verá que cada ejemplar me va a salir a 600 euros, lo que no se corresponde para nada con su valor real. Pero veinte ejemplares de un mismo libro, siendo éste ya difícil de encontrar y su discreción, señor Cañas, creo que nos hacen ver que el precio es lo más razonable que pueda ser. Que me dice señor Cañas, ¿acepta usted mi encargo? Por cierto, de postre hay arroz con leche casero, ¿le apetece?

    ¿Y quién no iba aceptar un caramelo como aquél? Alberto no había dejado escapar ningún detalle de la charlita del señor de Burgos. El atildado caballero había elegido las palabras con cuidado y en todo momento había evitado hablar de robo, pero estaba claro de que ése era el objetivo, puesto que el caballero no le iba a pagar doce mil del ala por ir a una librería. Imposible también en una semana hacer el "puerta a puerta" buscando en bibliotecas particulares posibles vendedores, veinte ejemplares eran demasiados para un plazo tan corto, y al meterles prisa los vendedores tirarían hacia precios altos, disminuyendo el beneficio. Sí, estaba claro que la elevada cantidad de dinero cumplía la oculta misión de apelar a la avaricia maximizando el beneficio, lo que sólo se podía conseguir recurriendo al robo. Bueno, Alberto los robaría, por supuesto. Las bibliotecas universitarias son pan comido, a nivel de seguridad, comparadas con la mayoría de los museos. El único inconveniente era la poca familiaridad que Alberto tenía con el medio y lo mucho que podía desentonar su cuasi iletrada cuarentonidad por los pasillos de las facultades (en el fondo era el único complejo de Alberto, cuya única universidad fue la de la vida). Muy a su pesar, acabó reconociéndose que iba a necesitar ayuda.

  • Fuente: Fragmento del relato ganador del CONCURSO DE RELATOS CORTOS RSME-ANAYA 2009 (V Concurso de Relatos Cortos DivulgaMAT).

 

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