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CERO
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  • Autor: Pedro Salinas
  • Texto:

    I

    Invitación al llanto. Esto es un llanto,
    ojos, sin fin, llorando,
    escombrera adelante, por las ruinas
    de innumerables días.
    Ruinas que esparce un cero —autor de nadas,
    obra del hombre—, un cero, cuando estalla.

    Cayó ciega. La soltó,
    la soltaron, a seis mil
    metros de altura, a las cuatro.
    ¿Hay ojos que le distingan
    a la Tierra sus primores
    desde tan alto?
    ¿Mundo feliz? ¿Tramas, vidas,
    que se tejen, se destejen,
    mariposas, hombres, tigres,
    amándose y desamándose?
    No. Geometría. Abstractos
    colores sin habitantes,
    embuste liso de atlas.
    Cientos de dedos del viento
    una tras otra pasaban
    las hojas
    —márgenes de nubes blancas—
    de las tierras de la Tierra,
    vuelta cuaderno de mapas.
    Y a un mapa distante, ¿quién
    le tiene lástima? Lástima
    de una pompa de jabón
    irisada, que se quiebra;
    o en la arena de la playa
    un crujido, un caracol
    roto
    sin querer, con la pisada.
    Pero esa altura tan alta
    que ya no la quieren pájaros,
    le ciega al querer su causa
    con mil aires transparentes.
    Invisibles se le vuelven
    al mundo delgadas gracias:
    La azucena y sus estambres,
    colibríes y sus alas,
    las venas que van y vienen,
    en tierno azul dibujadas,
    por un pecho de doncella.
    ¿Quién va a quererlas
    si no se las ve de cerca?

    Él hizo su obligación:
    lo que desde veinte esferas
    instrumentos ordenaban,
    exactamente: soltarla
    al momento justo.

    Nada.
    Al principio
    no vio casi nada. Una
    mancha, creciendo despacio,
    blanca, más blanca, ya cándida.
    ¿Arrebañados corderos?
    ¿Vedijas, copos de lana?
    Eso sería...
    ¡Qué peso se le quitaba!
    Eso sería: una imagen
    que regresa.
    Veinte años, atrás, un niño.

    Él era un niño —allá atrás—
    que en estíos campesinos
    con los corderos jugaba
    por el pastizal. Carreras,
    topadas, risas, caídas
    de bruces sobre la grama,
    tan reciente de rocío
    que la alegría del mundo
    al verse otra vez tan claro,
    le refrescaba la cara.
    Sí; esas blancuras de ahora,
    allá abajo
    en vellones dilatadas,
    no pueden ser nada malo:
    rebaños y más rebaños
    serenísimos que pastan
    en ancho mapa de tréboles.
    Nada malo. Ecos redondos
    de aquella inocencia doble
    veinte años atrás: infancia
    triscando con el cordero
    y retazos celestiales,
    del sol niño con las nubes
    que empuja, pastora, el alba.

    Mientras,
    detrás de tanta blancura
    en la Tierra —no era mapa—
    en donde el cero cayó,
    el gran desastre empezaba.

 

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